Vaya. Y mira por donde, no tuve nada que decir. Por una vez, me quedé callada.
Recuerdo el día que llegaste a la oficina. No me gustó tu pinta y te catalogué como "persona a evitar". Sí que debe ser verdad eso de que soy medio meiga. Me hubiera ido mucho mejor siguiendo mis instintos y manteniéndote lejos.
Pero no pude. Bueno, si soy sincera los primeros meses me entraban ganas de cerrarte la boquita cada vez que la abrías. Tienes que reconocer que soltaste más de una de órdago. Claro que no sé si con el tiempo me acostumbré a tus barbarideces, o si aprendí a entenderlas correctamente... Y, seguramente, tú también encontraste tu propio espacio, sin necesidad de reafirmarte contra viento y marea, sin soltar lo primero que se te ocurría sobre cualquier tema. Aprendiste a escuchar... seguramente en cuanto te diste cuenta de que no necesitabas gritar tanto, y que tus opiniones eran más interesantes cuando dabas razones que cuando pegabas desplantes. De repente, descubrí que disfrutaba hablando contigo.
Y sí, para que te voy a engañar. Pasaste a ser parte imprescindible de mis días. Lo del almuerzo se convirtió en un rito: llegar a la oficina, organizar la faena, dejar listo lo más urgente y a eso de las 11 bajar y hacernos el cafelito, mientras hacíamos planes para conquistar el mundo. Fuiste la primera persona en felicitarme por dejar de fumar y por pasarme a las tisanas y por substituir los bocatas de lomo grasiento por ensalada de frutas. Después del almuerzo volvía a la mesa con ganas de arreglar el mundo. Hubo un momento en que hasta me sentí con fuerzas para acabar con la hambruna africana, las guerras, el cáncer y la subida de las hipotecas.
Si tengo que volver la vista atrás, es posible que me sorprenda a mí misma cayendo en la trampa de tus zalamerías... Sí, sí, mucho presumir de que esas cosas no me afectan, pero la verdad es que me fueron derritiendo. ¿Para qué engañarme? No sé cuántas veces busqué excusas para reclamar tu atención o para incorporarte en mis equipos y que tú estuvieras allí, trabajando conmigo. No sé si alguien más se dio cuenta. Y casi que prefiero no pensar en ello, por miedo a morirme de vergüenza. Prefiero hacer el imbécil desde la ignorancia.
Un día me di cuenta de que no era simplemente tu compañía... casi me muero al descubrirme suspirando porque no estabas, al notar que estaba temblando porque no estabas; estaba temblando porque deseaba que estuvieras allí... simplemente porque te deseaba. ¡Oh, estupendo!. Total, sólo soy una mujer casada, con dos hijos y 10 años mayor que tú y...
"¿Y qué?". No sabes cuántas veces me retumbó en la cabeza esa pregunta. No sabes cuántas veces cerré los ojos y murmuré tonterías, cuántas veces sentí una piedra sobre el pecho impidiéndome respirar, cuántas veces empecé a llorar histérica y con miedo a que me pillaran y tener que explicar qué diantres me pasaba, cuántas veces abracé a mis hijos para dejar de pensar lo que estaba pensando, para alejar esas telarañas negras de mi cabeza... "¿Y qué?". "¿Y qué?". "¿Y qué?"....
Todavía no sé cómo no me descubrí, cómo no me descubrieron, cómo no me descubriste. O igual, sí te diste cuenta. De repente, ya no venías todos los días a almorzar y ponías excusas para no quedar después, ni venir a las cenas de la oficina. Claro que no sé si eran imaginaciones mías, empeñada en situarme en el centro de tu universo - no te rías, es que de ilusión también se vive - o, claro, si ya le habías conocido...
¡Qué ironía! Como quien dice, me has pedido tu bendición: has venido y me has confesado que has conocido a una persona increíble, que no puedes imaginar tu vida sin esa persona, que estáis saliendo desde hace meses, que no me habías dicho nada por si no salía bien... El único día en que hubiera pagado por perderte de vista y allí seguías, contándome los detalles. Yo, con mi hipócrita sonrisa congelada mientras notaba otra vez la piedra en el pecho, lamentando todas las ocasiones en que había pensado tirarlo todo por la borda - mi matrimonio, el trabajo, lo que fuera - y no me había atrevido a decirte nada. O, lo que es peor, agradecida por no haberlo hecho y haber evitado el ridículo más absoluto.
¡Cómo no iba a quedarme callada! ¿Dije "sí" cuando me preguntaste si sería tu testigo en la boda, verdad? Dije sí. Y me quedaré ahí callada, preguntándome si acaso mi mejor amiga se hubiera transformado en mi más querida amante si no se hubiese cruzado ese hombre en nuestro camino.