miércoles, 5 de marzo de 2008

Testigo muda


Estaba aferrada al embozo de la cama, sin atreverme casi a respirar, mientras contemplaba el baile de las cortinas en la ventana. La ventana estaba cerrada, la persiana estaba baja; pero el viento era tan fuerte, allá afuera, que conseguía mover las cortinas, allí dentro. Aprovechando los resquicios, cualquier grieta, cualquier hueco, conseguía abrirse paso hasta mi habitación. Exactamente igual que los gritos y los gemidos de ellos se abrían paso hacia mi cerebro, a pesar de tener la puerta de mi habitación cerrada, a pesar de intentar ocultarme bajo el edredón y el embozo de la cama.

Los había dejado en la sala; en realidad, había huido de ellos. Él tenía un extraño brillo de macho exaltado en sus ojos verdes. Su pelo, rubio cobrizo, brillaba bajo la luz y podría haber contado sus músculos, completamente contraídos bajo su piel.

A ella se la adivinaba pálida bajo su pelo negro, y sus ojos, azules, estaban húmedos. Se la veía rendida por agotamiento, sumisa de cansancio, como susurrando con su vocecilla aguda, muy despacio y muy bajito, mientras desgranaba derrota y hastío.

Pero eso no parecía preocuparle, a él. Su voz se alzó en algo parecido a un rugido y sus ojos verdes volvieron a brillar mientras la contemplaba, evaluándola como a una presa.

Ambos me ignoraban. Yo estaba allí, testigo muda de una escena que me estaba superando, en medio de una tensión sexual mal resuelta que no me atañía, en la que yo era claramente un elemento ajeno, pero que me estaba envolviendo y que me hacía sentir azorada. Volví a mirarlos, primero a él, luego a ella. Creo que grité antes de salir corriendo, buscando refugio en mi cuarto, con la puerta cerrada y oculta bajo el edredón, para no oírles.

Y aquello debió de ser una señal para que todo empezara otra vez. Porque a pesar del fuerte viento podía escucharles, podía escuchar los gritos, la discusión áspera que se estaba desarrollando allí fuera: de la sala a la cocina, de la cocina al pasillo... los adivinaba corriendo, ella intentando escapar de su acoso, él saltando sobre ella son miramentos... mientras gritaban, gemían y volvían a gritar y a jadear. ¿No iban a callarse nunca? ¿No iba a parar nunca ese maldito viento?

Y ¿a quién se le ocurrió la brillante idea de traer una gata adulta al territorio de un gato de ocho meses?


3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Excelente! :-D

Meeeeeooowwwww (¿a quién se le ocurre dejar suelto un italiano en España, ¿eh, eh?) ;-)

servidora dijo...

Pues el chico rubio de ojos verdes ha perdido sus huevines... ¡ten cuidado! ;-)

Algernon dijo...

Oh no. Volvería a engordar! :S