domingo, 30 de septiembre de 2007

Qué fácil es ser un superhéroe cuando se dispone de una cabina de teléfono


Según el diccionario de la RAE disponemos de 88431 palabras; 88431 palabras cuyo uso dicen que nos diferencia de los animales; 88431 palabras que deberían permitirnos expresar qué queremos, qué odiamos, qué sentimos, qué admiramos, qué nos preocupa, qué nos satisface, qué nos quita el sueño, qué nos tranquiliza, qué nos hace temblar, qué nos pone la piel de gallina, qué nos hace abrirnos, qué nos hace cerrarnos, qué nos hace daño, qué nos deja el corazón y la cabeza de colores...

Ni racional, ni racionalista, pues... Tengo 88431 palabras para poder usarlas y hay tantas veces que me quedo sin ellas para expresar lo que me pasa por la cabeza, que ya me asusta. Me asusta poder despilfarrarlas ahora y no saberlas usar cuando las necesito. Cuando te tengo que decir lo que siento, cuando le tengo que explicar lo que había planeado, cuando me gustaría que entendiera por qué tengo que reprenderle, cuando estoy tan feliz que quisiera que todos bailaran, cuando estoy tan enojada que necesito cambiar el mundo, mi mundo, tu mundo, su mundo, nuestro mundo, vuestro mundo...

Son 88431 palabras. Y me faltan. Y me sobran muecas, y me sobran gestos, y me sobran bocas torcidas, y me sobran apretones de de manos, y me sobran abrazos, y me sobran silencios -a mí, que hablo tanto-, y me sobran suspiros y me faltan razones y me faltan imágenes y me faltan sujetos y predicados y expresiones y modos, y me faltan confianza, sentido común y motivos...

Es fácil equivocarse y escogerlas mal. Y difícil pararse a jugar con ellas y escogerlas como perlas para un collar.
Es fácil pillar la primera que asoma, pensar que esa vale. Y difícil comprobar que no sólo empieza por la sílaba adecuada, que también finaliza con la correcta.
Es fácil substituirlas por un movimiento de hombros. Y difícil esforzarse en combinarlas para que haga juego con tus sentimientos.
Es fácil hilvanarlas en un ejercicio sin sentido como este...
Y difícil coserlas en un compromiso.

martes, 25 de septiembre de 2007

Día de difuntos


Es una fotografía tremenda, en la que ves a una pobre niña con cara de dolor y toda la cabeza vendada. Está en casa, la niña es mi madre y la acababan de operar del oído derecho. También hay una foto de mi abuela con los gemelos, uno en cada brazo, y en los tres se pueden adivinar un gesto de desesperación. Y recuerdo otra de mi tía Canucha; cuando la vi, se me ocurrió decir "¡Qué ojos tan grandes...!" y es que la pobre niña tenía una inflamación, se le estaban inundando literalmente los ojos con humor vítreo y estaban casi amenazando con explotar. Qué bonita galería fotográfica ¿verdad?

Todo tiene una explicación. Cuando mi abuela veía que uno de sus hijos se ponía muy enfermo, salía corriendo al fotógrafo. Tuvo trece hijos, pero sólo sobrevivieron siete. Murieron los cuatro mayores, uno entre los gemelos y mi madre y otro entre mi madre y mi tía Canucha. Y de los mayores no tenía ninguna foto y, por eso, en cuanto temía que se le podía morir un hijo, salía corriendo al fotógrafo, para quedarse con su imagen al menos...

Dice mi madre que le afectó tanto la muerte de los dos mayores, que iba al cementerio de noche a llamarlos para que se le aparecieran. No fue algo que me chocara cuando me enteré. Tengo asociada a mi abuela la narración de mil y una historias sobre muertos, aparecidos, las ánimas del Purgatorio, visitas de amigos recién fallecidos, premoniciones extrañas y más fenómenos paranormales de los que podría contar Iker Jiménez en todos sus programas.

Aunque igual en esto de ir al cementerio a buscar a tus muertos, yo tampoco estoy muy libre de culpa. Me perdonaréis si ya lo he contado, pero creo que no. Un buen día, el verano después de la muerte de mi padre, discutí de forma bastante brusca con mi madre. Tanto como para agarrar la puerta y salir corriendo de casa. Empecé a andar, a andar y cuando me di cuenta estaba en Catabois, en el cementerio de Ferrol, a más de diez kilómetros de mi casa. Mi intención era buscar consuelo en la tumba de mi padre, pero fui allí y me encontré ¿qué? Una lápida. No hay consuelo en las lápidas, o no había en aquella el consuelo, o el consejo, o lo que fuera que yo necesitaba en aquel momento para calmarme. Más bien, encontré algo con lo que no contaba. Puede que fuera en aquel momento cuando me hice consciente de que mis decisiones tenía que tomarlas yo... en cualquier caso, sí que sirvió para que mi madre se diera cuenta de que tenía dieciocho años y que legalmente podría salir por aquella puerta para no volver a entrar. De alguna forma, ambas decidimos al mismo tiempo que había ingresado en el mundo de los adultos.

De todo esto me he acordado esta mañana, cuando el autobús pasaba por la curva del cementerio. Hará dos o tres días, iba con un compañero que me confesaba su miedo al cementerio, las historias que había oído sobre gente que se había quedado encerrada dentro, de noche, y que ni loco viviría por aquella zona... Yo no le dije nada pero sonreí, escéptica. Quizás haga que mi abuela se retuerza en su tumba, pobre. Pero yo temo más a los vivos que a los muertos, mucho más.

Dejemos descansar a los muertos que están tan tranquilos y disfrutemos de su recuerdo para tenerlos con nosotros toda la vida. Como mi querido Santi, mi amigo; hoy he sabido que ha muerto. Un buen hombre al que tuve la inmensa suerte de conocer.

viernes, 21 de septiembre de 2007

A un amigo desconocido...


El día que me fijé en él fue porque pensé que le conocía de algo. Primero, creí que era un alumno, luego que le confundía con un vecino, hasta que caí en la cuenta de que me sonaba a fuerza de cruzarnos con él. Con precisión casi matemática, a la misma hora -más menos un minuto-, y en la misma esquina -más menos diez metros. Cuando María y yo íbamos hacia la escuela, cruzábamos todos los días el parque, cruzábamos todos los días el paseo Ribalta y, entre ese paso de cebra y la puerta del garaje de ese edificio nuevo de la esquina, nos cruzábamos todos los días con él.

Ya no voy con María al cole. Ahora cojo el autobús en otro barrio. Pero todos los días -más menos un minuto-, me lo estoy encontrando en la parada. Pasa mientras yo espero el autobús. Me entran ganas de sonreírle para agradecerle que me haya hecho más familiar estas calles nuevas y el sentirme menos sola en la parada...

lunes, 17 de septiembre de 2007

Niños en la playa




Hay pocas cosas que me den tanta envidia como ver a un niño disfrutar en la playa. De hecho, pocas veces la disfruto tanto como cuando me dan la excusa para disfrutar con ellos, chapoteando en la orilla, tirando arena, construyendo canales sin futuro mientras aplaudes a una ola tímida que llega e intenta llenar ese pozo enorme que has estado construyendo durante media hora... Retira arena, salpica con agua, chapotea de rodillas, intenta pillar un pez, tira la pelota, salta una ola, coge su manita que aprieta la tuya sin consideración ante el miedo a meterse allá dentro, donde cubre y se puede nadar...

Ayer había muchos niños en la playa y me conformé con verlos de lejos... Uno iba como loco arrojando arena, tan feliz que no pude menos que pensar que menos mal que no había nadie cerca para interrumpirle con un "¡¡Niño!! ¡Deja de tirar arena... !". Otra llevaba el mismo bañador rosa que María y subía y bajaba cubos de agua sin parar, del agua a la orilla, como si en ello fuera la solución de la burbuja hipotecaria. Otras dos nenas y su padre construían la más afamada obra de ingeniería que han contemplado los siglos desde el Canal de Suez... y los gritos más entusiastas, de papá, claro. Y luego estaban los dos que esperaban flipando a ver qué hacía su padre con el cubo en la mano e intentando pescar esos pezqueñines de la orilla; era curioso verlo, inmóvil, como el Coloso de Rodas -pero con un cubo en la mano- y agachándose, de repente, para maldecir al no pillar a esos escurridizos alevines.

De repente, te vi a ti y me acordé de este cuadro. Eras un niño de Sorolla, disfrutando del baño. Te reías, hablabas solo, chapoteabas, saltabas y te rebozabas en la arena. Feliz, rubito y riendo. Nadie disfrutaba como tú. Quiero que me enseñes a cantar, niño rubio, y a hablar con las olas y a rebozarme en la arena. A reír como reías con tus ojos rasgados por el síndrome y la cicatriz de tu pecho, sobre el esternón. Tienes mucho que enseñarme.

domingo, 16 de septiembre de 2007

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Tantear


Cuando era pequeña a veces, como en un juego macabro, se me daba por simular que era ciega. Por ejemplo, subiendo las escaleras... si era de día cerraba los ojos, si era de noche no encendía la luz.. el caso era intentar resolver en la oscuridad dónde estaba el siguiente escalón, cómo llegar al siguiente rellano y reorientarme: extendía la mano, tanteaba los escalones con el pie, contaba los escalones, los pisos... si me perdía en la cuenta me concentraba en los olores, confiando en saber identificar un rastro de colonia, o el olor de la cocina y distinguir así entre mis vecinos. O atendía a los ruidos, a las conversaciones y hasta a los silencios.

También deambulaba a oscuras por casa, memorizando la posición de los muebles, intentando moverme sin tropezar en el pasillo o en mi cuarto... Con el tiempo, todo esto me ha llevado a la extraña costumbre de intentar entrar en los sitios a oscuras, orientándome mediante una mano torpe que da manotazos en la pared, buscando un interruptor; a tientas, buscando la seguridad de esa llave de luz, pero saboreando el hecho de estar en medio de la oscuridad sin tropezar -incluyendo un miedo visceral y bastante infantil a que el interruptor esté junto a un enchufe y que me pueda entrar un calambre al tantear.

De alguna forma, estoy en un momento de mi vida que me recuerda ese tantear con el pie por la escaleras, ese tantear por entre los muebles de mi habitación. Estoy como metida en un pasillo a oscuras y dando manotazos, buscando a tientas el interruptor; sin mucha prisa tampoco, porque no me encuentro mal allí, jugando a no tropezar y a no perder el norte. Pero, claro, un día de estos tendré que encender la luz.

Me dices que escriba, me lo has dicho varias veces, y te he contestado que no tengo ganas de escribir estos días. Puede ser que por estar jugando en el pasillo, dando manotazos mientras me oriento. Tengo las ideas revueltas y, ya sabes, si queda escrito, escrito queda. Y me pasan ideas raras por la cabeza y acabaré renegando de alguna. Seguiré tanteando, jugando a mi macabro juego, pero encontraré el interruptor.

jueves, 6 de septiembre de 2007

martes, 4 de septiembre de 2007

No era el momento adecuado

Estaba esperando a que llegaran. Y, aún así, me sorprendió escuchar el timbre de la puerta.

Salí corriendo y abrí. "Es en relación a una campaña de seguros del hogar, que...". La corté muy tajante: "No me interesa."

Con lo que no contaba es con que se pusiera a mirar al suelo y, casi a punto de llorar, se despidiera y se girara hacia las escaleras. Casi se cae.

Me sentí muy cretina mientras cerraba la puerta.