lunes, 31 de marzo de 2008

Los niños de la paz


Más allá del muro del patio de la escuela se veían unas majestuosas montañas pardas cubiertas de nieve. Era lo único que se veía magnífico en aquel entorno.

El edificio del colegio estaba derruido en sus tres cuartas partes; los niños se hacinaban en las escasas aulas que aún estaban en pie. Los cascotes cubrían casi todo el patio y ocultaban toda la mitad trasera del muro. En teoría, no deberían jugar allí, pero era fácil escapar al control de los maestros. Más difícil era escapar a las miradas de las patrullas, atentas a cualquier indicio de que no se cumplía la ley, la sharia; nada escapaba a sus miradas, que medían la longitud de una barba, escrutaban tras los burkhas y hasta parecían desconfiar de los juegos de los niños...

Aún así, el patio del recreo se llenaba de vida cuando los niños salían y comienzaban a jugar... gritos, carreras, risas, llantos, saltos y más risas, más carreras... hasta jadear satisfechos y sentir que el pecho se ha llenado de aire gracias al esfuerzo y ya se puede bajar el ritmo. Y, seguramente por ello, el día que apareció el extranjero ninguno se fijó en él hasta ese momento en que ya avanzaba por el patio. No tenía barba; y sonreía.

Los niños son curiosos. Y no muestran temor ante las sonrisas y las manos abiertas: fueron hacia el desconocido, y le miraron fijamente, como sólo saben mirar los niños, dando la impresión de que no parpadean. Fueron hacia él, y le miraron impertinentes, como sólo saben mirar de frente los niños, demostrando toda su curiosidad. Y siguieron examinándole, mientras esperaban a que el desconocido iniciara la conversación. Pero él se había parado en mitad del patio. Sólo les miraba y sonreía.

Por fin, el pequeño Qamir se decidió; miró al desconocido, y el desconocido le devolvió una mirada risueña y feliz. Entonces, el pequeño avanzó hacia aquel extranjero que había llegado tan de repente. Avanzaba a pequeños saltos, apoyándose en su muleta y, en cada salto, la pernera vacía de su pantalón, se agitaba como una pequeña bandera. Llegó a su lado, le observó con más descaro descaro todavía y sonrió más abiertamente.

El extranjero se giró hacia él, le miró primero a los ojos y luego a su pierna, a su pierna que no estaba, su pierna que había volado al volver del colegio a casa, por no saber lo que significaba aquel cartel, por no saber que bajo el suelo de un campo se pueden cultivar armas antipersona... y le volvió a sonreír y le dijo: "Tú ya sabes como de malo puede llegar a ser el virus de la guerra... ¿te gustaría formar parte del virus de la paz?"

Y se dirigió hacia los otros niños. "A veces, los adultos parecen estar poseídos de un curioso virus maligno, que hace que todo parezca feo, que todo haga daño, que todo sea mortal; cuando ese virus te contagia todo parece volverse sucio, todo parece ser malo, todo puede volverte vulnerable... y a los adultos les hace ser posesivos, irracionales; intentan imponer sus ideas por la fuerza, hacen locuras y hasta cometen crímenes por demostrar su razón... cuando lo único que pueden demostrar es su sinrazón. Se vuelven autoritarios, se vuelven violentos, y no se paran ante las consecuencias de sus acciones; prefieren que haya heridos, no les importan las mutilaciones, hasta justifican que haya muertes, con tal de conservar unos ciertos aires de grandeza que, en lugar de convertirles en esos grandes personajes históricos que ellos creen ser, les transforma en pequeñas lagartijas... con la diferencia de que no exponen su propio rabo para escapar de los peligros: son tan cobardes que exponen los cuerpos, las vidas de aquellos a los que deberían defender y cuidar..."

Se interrumpió y los niños siguieron su mirada, que fue del patio del colegio a la carretera vecina; como invocada por su discurso, apareció la nube de polvo que anunciaba la llegada del jeep de una patrulla. Cinco hombres armados con una metralleta, más un conductor. Seis hombres armados de sinrazón que se dirigían hacia la escuela, si bien sus miradas y sus ojos ya estaban escrutando lo que ocurría en aquel patio. Y sus manos, dirigían sus armas hacia allí, imponiendo su gesto, ignorando las miradas de miedo de los niños. Ignorando la mirada, mezcla de curiosidad y de burla, de aquel extranjero.

Llegaron y no necesitaron apenas palabras para intentar imponer su amenaza. Los niños estaban asustados, pero también estaban demasiado acostumbrados a situaciones como aquella. En cuanto al desconocido, lejos de amilanarse por la situación, se limitó a sonreír, de nuevo, ante el requerimiento de una identificación, ante la orden de identificarse y de callar y de acompañarles sin mostrar resistencia. Sonrió y les dijo: "No podéis impedirme hablar, porque no podéis hacerme daño."

Y se giró hacia los niños y siguió hablando: "Y a vosotros tampoco podrán haceros daño, no os podrán contagiar con ese virus maligno, si realmente lo deseáis. No importa lo estúpidos que puedan ser los adultos en sus juegos de guerra. No importa lo fanáticos que puedan ser en sus creencias y cómo pretendan adoctrinaros para proseguir en su sinrazón y perpetuarla a través de vosotros. No importa el egoísmo que demuestran cuando sólo piensan en su propia gloria y no en vuestro futuro."

Los hombres de la patrulla, que no habían parado de imprecarle y de gritarle, exigiendo de nuevo su silencio a medida que se acercaban, comenzaron a rubricar sus amenazas preparando sus metralletas, haciendo ostensibles gestos y exagerando el ademán, y el ruido, que dejaba claro que sus armas ya no contaban con el freno de un seguro y que estaban preparadas para disparar.

Pero el desconocido apenas sí los miró, entre divertido y condescendiente. Suspiró brevemente y continuó hablando con los niños: "La mejor forma de demostrar que no se tiene razón es usando la fuerza para imponer las ideas, o usar el miedo para ocultar las ideas ajenas... eso no ocultará que es un miedo más profundo el que mueve a quien así se comporta. Si tienen que apuntaros con un arma para convenceros de una idea, esa idea no es sagrada; si tienen que taparos la boca para que no expreséis dudas sobre una idea, es que esa idea es una idea equivocada..."

Nadie dio una orden, pero una metralleta comenzó a escupir balas y otras le siguieron. Pero algo ocurrió. No llegaron a tocar al desconocido: a menos de díez centímetros de su cuerpo, todas cayeron de repente, con un curioso ruido metálico, rítmico, como gotas de lluvia de plomo, chocando entre ellas y contra el suelo.

Ni siquiera se había girado. Continuó hablando, ajeno a las caras medio irritadas, medio incrédulas de aquellos hombres que se empeñaron en seguir disparando, negándose a la evidencia. "Les dije que no podrían hacerme daño. Os lo dije a vosotros también, y os lo sigo diciendo. No sólo existe ese virus maligno. Podéis dejaros contagiar de un virus que os hará inmunes a sus ataques como yo lo soy. Basta con creer en que es posible confiar en las personas, en que es posible arreglar conflictos, y en desearlo de verdad. Basta con creer en la propia libertad y en la libertad de todos los hombres, y en la grandeza de dejar que cada cual pueda expresar sus ideas en la confianza de que será escuchado y valorado justamente. Podéis dejaros contagiar de este virus y ayudarme a propagarlo, a contagiarlo entre todos los que crean de verdad que un nuevo modo de vivir en este mundo es posible; creedme, no podrán haceros daño. Nunca más podrán hacer daño a los que estamos contagiados de este virus, aun cuando lo intenten."

Una mirada se cruzó entre los niños y el extranjero, sellando un pacto al que eran ajenos los hombres de la patrulla, que discutían entre ellos, buscando a quien culpar del fracaso de su amenaza, del fracaso de su crimen. Quizá nunca se dejarían contagiar del nuevo virus, quizá sí. Allí estaban los niños, envueltos de un nuevo aura, para intentarlo.

Qamir saludó con su mano al extranjero. Comenzó a andar, al ritmo de sus pequeños saltos, apoyado en su muleta, y en unos minutos se perdía por la carretera. Los demás niños también emprendieron su camino. El extranjero prosiguió el suyo. Aquel patio se iba a convertir en el foco de una nueva epidemia; con suerte, en el foco de una pandemia, si ellos querían y creían...

viernes, 21 de marzo de 2008

Persiguiendo sueños (3)





Hoy es 21 de marzo y dicen que empieza la primavera.
Dedicado a Manolo, donde quiera que esté, y a Anxo, como quiera que esté.

(Me lo encontré en El País y me lo copié de Dale al Play)

lunes, 17 de marzo de 2008

Persiguiendo sueños (2)



Pero sus enemigos dicen que usted es peligroso, que no cree en el ‘copyright’. Si invento un software, ¿usted querrá que lo venda gratis?

No creo en el sistema de patentes de programas informáticos. Lo que no podemos hacer es patentar todos los caminos, porque nadie va a poder usarlos. Imagine que Miguel Ángel está pintando la Capilla Sixtina y alguien le dice: “Miguel Ángel, para. Los pinceles están registrados, no puedes usarlos. La pintura tampoco”. Imagínese que un artista patenta el pincel o cierta posición de notas en una partitura. Con sus patentes, las compañías detienen la creatividad y el desarrollo. Y lo que es peor, alejan del usuario la tecnología y el conocimiento. Por eso nos esforzamos en conseguir que la palabra “elección” tenga su significado. Es necesario que cada usuario tenga verdadera libertad de elección.




Jon Maddog Hall en Público.es: entrevista completa, "Las patentes deben beneficiar a las personas, no a las empresas".

domingo, 16 de marzo de 2008

Persiguiendo sueños


Cada día, al encender el ordenador, lo primero que hago es ir a por la imagen del día en APOD. Esta es la que publican hoy:


Me ha cortado la respiración. Porque al ver la columna de humo, he tardado en reaccionar y darme cuenta de la belleza real que encerraba. Porque es la imagen de un sueño hecho realidad, es la imagen que ilustra cómo hemos conseguido cumplir nuestro sueño de volar, de subir más alto que cualquier ser lo haya hecho antes; tocar el cielo, rozar el cielo y seguir volando y soñando, escapar a otros planetas, mirar al nuestro a lo lejos y poder verlo como esa pequeña esfera de color azul verdoso, tan frágil y tan poderosa, tan llena de vida...

Sí, vale. Pongámonos cínicos un rato. Pensemos en para qué le ha servido a lo largo de la historia al ser humano su capacidad de evolución, su raciocinio, su capacidad de invención... Pensemos en toda la gente que ha muerto a manos de sus semejantes debido a la capacidad de inventar armas cada vez más letales o espectáculos cada vez más sangrientos. Pensemos en que la evolución ha aportado inventos tan útiles como el hacha de sílex, la espada de acero, la guillotina, el Colt 45, la cámara de gas, la silla eléctrica... la bomba atómica; sí, es posible que incluso lo que me dejó parada al ver la imagen anterior fuera el parecido entre esa columna de humo y un hongo atómico.

Sí, la crueldad gratuita, la falta de respeto a los semejantes y el hijoputismo ha abundado, abunda y abundará. Y la evolución también se ha puesto a su servicio...

Aunque igual no es más que el tributo para poder ver imágenes como la anterior, para poder imaginar... para poder construir la naves que nos han de permitir perseguir nuestros sueños. Sueños hechos realidad para poder soportar la idea de que haya individuos capaces de romperlos, pero también para demostrar que por cada individuo dispuesto a cargarse a un semejante, hay diez que pelean para dejar claro que merece la pena... que se pueden hacer las cosas de otra forma. Que los sueños son alcanzables.

Tenía una amiga, Julia, que trabajaba en admisiones en la puerta de urgencias de La Fe. Era administrativa y su labor consistía en tomar los datos de los ingresos. Como cualquier persona que trabaje en la sanidad y que tenga que ver cosas tremendas pasando por delante, solía cubrirse con el acostumbrado chubasquero de indiferencia para no perder la perspectiva laboral... Pero recuerdo una de sus frases: "A veces ves llegar un cuerpo completamente destrozado y no sabes ni para dónde mirar. Y ves que al cabo de dos meses ese cuerpo está recompuesto, que se ha vencido al sentimiento de impotencia, que se ha peleado y que se ha luchado para recuperarlo con éxito. Y en ese momento sientes alegría y orgullo por pertenecer a una especie que ha sido capaz de evolucionar para conseguir esos milagros".

Oye, no me mires con esa cara, no me he fumado nada. Puedes pensar que la raza humana no es más que una colección de cromañones empeñados en marcar territorio y en hacer la vida imposible a los demás, con métodos cada vez más sofisticados de agredir al prójimo como a sí mismo. Podemos olvidarnos de todos los sueños que se han hecho realidad y ver sólo la marca de los que han usado mal la tecnología. O podemos pensar en que hay mucha más gente beneficiada que perjudicada y que, como siempre, muchas cosas dependen también de nosotros. Nadie es completamente inocente, nadie es completamente culpable: estamos todos juntos en esto, compartiendo sueños y compartiendo pesadillas... Pero yo hoy prefiero elegir soñar y rendir un pequeño tributo a los que me permiten seguir soñando.

Hay un pequeño mundo construyéndose ahí arriba. Hay pequeñas naves, que no tienen nada que ver con las de las películas, que nos permiten mirar hacia arriba y volar. Hay gente trabajando en ese proyecto, sudando por cada pequeño fallo, respirando por cada pequeña victoria, porque es lo más cerca que hemos estado nunca de ese viejo proyecto... Estoy segura de que hace muchos miles de años alguien se asomaba a la boca de una cueva y miraba, en la noche, a esas luces del cielo con la misma cara de ensoñación con que yo lo hago hoy. Que se le cortaba la respiración, como a mí, al ver la Luna, en cualquiera de sus fases, invitándole a descubrir su misterio, a subir con ella y compartir el secreto del universo. Si es que lo hay. Igual el único secreto es que soy tan parte de ese universo, como la misma Luna, como todas las estrellas.

En cualquier caso, como decía Julia, siento alegría y orgullo de pertenecer a la misma especie que aquellos que han hecho posibles viajes como el del Endeavour de esta semana. Y, por si os lo habéis perdido, os paso el enlace a la crónica que están realizando en microsiervos. Seguimos soñando...

Vale, ya paro con lo de soñar. O, al menos, pararé de repetirlo (¡por ahora! ;-)) que sois capaces de avisar a un loquero para que me encierren por loca peligrosa que confía en las persona humanas, con el agravante de hacer apología pública.

viernes, 14 de marzo de 2008

Aquellos maravillosos años :-)


Estaba remoloneando esta mañana por el blog de Doctor Divago, por aquello de que el nuevo disco tenía que estar al caer (por cierto, efectivamente). Y en su site me he encontrado con esta versión:





En cuanto la he oído, me he puesto a bailar: se me ha aparecido delante de los ojos la carátula del single (¡¡lo tengo, lo tengo!! ;-)) y me he acordado de mi padre cantando lo de "¿... borracho, yo? ¡¡tururú!!", en aquellos maravillosos años en que mi mami me ponía minifaldas y yo era la reina de los chicles Niña. La de cosas que puede traerte a la cabeza una canción... Hmmm, cantaba bien mi padre, lástima que se lo dejaba para la intimidad del cuarto de baño, cuando se afeitaba...

Y aquí está la canción de la cara B, Sola, que es la que han "versioneado" los chicos de Divago. Siempre me gustó esa cancioncilla, y me ha encantado la versión, como suena esa armónica y como vocaliza el señor Bertrán (y lo bien que suenan para ser una grabación de hace doce años).

Y me ha parecido una bonita señal encontrármela hoy. Para hacerme reír, para hacerme bailar, para hacerme cantar a voz en grito, para hacerme recordar y para hacerme entender que no es lo mismo estar sola que sentirse sola ¡¡... qué gran diferencia!!

lunes, 10 de marzo de 2008

Déjame que te cuente...


Buscaba un enlace bonito que te hiciera olvidar el cansancio y las prisas y que te hiciera sonreír... y como no lo encontraba, pensé en contarte una historia que leí hace tiempo.

Dice la historia que una princesa nacida en un planeta de color azul, pequeño pero muy bello, debía volar a menudo, en misión diplomática, a una estación interplanetaria. En esas misiones debía tratar con gentes muy diversas y de muy diversos planetas y razas, con distintas culturas, gustos y costumbres; eso solía ponerla nerviosa y usaba el rígido protocolo imperante en la estación como escudo protector. Normalmente, sus misiones consistían en largas reuniones que presidía con una sensación ambigua, producto de la formación que había recibido. Disfrutaba, le gustaba intercambiar información con todos los allí reunidos; pero también velaba constantemente por el cumplimiento del protocolo. Así que solía permanecer seria... aunque en ocasiones no podía evitar reírse y, en otras, no encontraba otra salida que enfurecerse para reconducir una situación difícil. En la corte en la que se había educado ambas reacciones estaban mal vistas: sus institutrices e instructores siempre le recordaban que el secreto de un buen gobernante era mantener las distancias y no perder los papeles. La princesa lo intentaba, pero no podía evitar implicarse.

En una de sus misiones, conoció a un diablillo nativo de un planeta rojo, algo más pequeño que aquel del que provenía ella. Este diablillo debía de ser de alguna raza especialmente comunicativa: comenzó a dejar su impronta hablando, opinando, preguntando, bromeando, molestando, cantando y hasta bailando, tan extrovertido era... Y la princesa torcía el gesto ante tamaña falta de respeto al protocolo imperante. Aunque dicen que cuando nadie la veía, se reía de las bromas y los comentarios del diablillo.

En cualquier caso, aquella misión acabó y la princesa siguió ejecutando otras... misión tras misión, en aquella estación interplanetaria que tan bien conocía ya. Conocía tanto las hermosas avenidas reservadas al descanso, como los túneles subterráneos de mantenimiento... Se perdía por las zonas destinadas al personal de servicio y solía pasear de incógnito por rincones escondidos, huyendo de la rigidez que imperaba en aquellas reuniones a las que había sido destinada por la corte de su padre. Y permanecía largos ratos perdida en la sala de las grandes cúpulas que mostraban las estrellas allá fuera, y su propio planeta, como una pequeña perla en la distancia, y tantos y tantos mundos y tantas y tantas galaxias. Casi odiaba ser una princesa, siempre inmersa en aburridas misiones diplomáticas, siempre diseñando planes para que los ejecutaran los demás. Soñaba con ser un cadete espacial, soñaba con recorrer estrellas y nuevos planetas en lugar de quedarse en aquella estación, lejos de su propio planeta y más lejos aún de los mundos que querría visitar, siempre parada a medio camino entre el todo y la nada. Pero tenía un papel que cumplir y debía conformarse con despedir (¡y envidiar!) a los que podían volar lejos de allí.

Deambulando por la estación conoció a mucha más gente de la que había conocido en sus misiones oficiales. Aunque lo que más le gustaba era poder hablar con quienes habían compartido tantas reuniones con ella, lejos del rígido ambiente de trabajo. Olvidaba quien era y podía comportarse como quería, más que como esperaban que lo hiciera. En alguna ocasión, se encontró varias veces con el diablillo y se pudo reír abiertamente de sus bromas. Le hablaba de las nuevas misiones que estaba cumpliendo y le escandalizaba con sus comentarios, o le enfurecía con alguna crítica al protocolo imperante en la estación; pero también encontraron opiniones que compartían y gustos comunes. Llegaron a intercambiarse guiños de complicidad.

Pasó el tiempo; las cosas no iban bien en el planeta de la princesa. Su padre murió asesinado y se sintió muy desdichada en su corte, llena de asechanzas y de desconfianzas. Sentía que era una corte revuelta, descompuesta, y cada vez más y más rígida. Le asfixiaba, pero siguió representando su digno papel, el que se esperaba de ella, representante diplomática de su planeta, aunque en su corazón cada vez encontraba menos sentido a todos esos detalles que le exigía el protocolo. Seguramente, eran cuestiones que alguna vez le habían importado, pero que con el tiempo se le iban revelando como huecas y sin sentido, a medida que se sentía desligada de esa corte que ya no reconocía como su hogar. Y en una de sus misiones volvió a encontrar al diablillo.

Se había vuelto más serio y estaba más tranquilo, pero seguía burlándose de todo lo que no consideraba importante. En aquellos tiempos, ya la escala de la princesa se había transformado, y ya no creía tanto en el protocolo y ya no consideraba tan importante lo que dijeran en la corte. Aprendió a reírse y encontró en la risa un aliado mucho más adecuado para garantizar el éxito de las reuniones y de la propia misión. Aprendió que es más fácil confiar en un camarada que en un superior y que la confianza suele ser amiga del éxito.

Diablillo y princesa firmaron el armisticio y se hicieron amigos. Siguieron al tanto de sus respectivas misiones, cada vez más rutinarias las de la princesa, cada vez más intensas y lejanas las del diablillo: ella cada vez estaba más desligada de su planeta y más anclada a la estación; él cada vez saltaba más alto entre las estrellas y, de vez en cuando, le contaba sus aventuras.

Y pasaron algunos eones, en los que se mantuvieron en contacto. Por una casualidad, volvieron a coincidir en una pequeña misión de avituallamiento. Se notaron cambiados. La princesa, a fuerza de mantener desencuentros con la corte de su planeta y con la aristocracia que gobernaba la estación, se había sumido en una melancolía que sólo mitigaban las reuniones con sus camaradas para trazar nuevos planes, para compartir sus ideas e impresiones sobre su preparación para el salto a las estrellas y, sobre todo, la narración de sus aventuras cuando volvían esporádicamente de sus viajes interestelares. El diablillo también le confío su tristeza; en alguna de sus misiones había perdido el diamante que remataba la empuñadura de su sable de oficial... y cuando creía haberlo recuperado, lo volvió a perder. Seguía peleando con su sable cuando la situación lo requería, pero echaba de menos el brillo que le guiaba y que le devolvía la confianza cuando la oscuridad parecía latir y crecer, tapando todo resquicio de luz...

La princesa no soportaba verlo triste. No podía ofrecerle ningún diamante... sólo había tenido uno y lo había arrojado con furia en la tumba abierta de su padre, cuando este murió asesinado, tal era la rabia que había invadido su corazón.

Pero tenía una caracola. Y una mariposa que aleteando en el aire, lo inundaba todo de colores, igual que un beso aletea en la boca, igual que ese ligero polvillo de sus alas se puede confundir con la luz de la tercera luna del planeta Danen. "Toma", le dijo, "esta caracola es lo único que pude rescatar de mi planeta azul, al que nunca más volveré. Puede oírse en su interior la fuerza de los océanos que lo cubren. No te iluminará en la oscuridad, pero el sonido podrá guiarte y, además, sabrás que siempre estarás acompañado. Tómalo mientras sigues buscando tu diamante; a cambio, recuerda regalarme mariposas, mariposas que aleteen en mi boca y me traigan reflejos de la luz de mi planeta perdido..."

El diablillo tampoco soportaba ver triste a la princesa. Tomó la caracola y le correspondió con mariposas. Y, al poco tiempo, salió a cumplir con una nueva misión. La princesa esperaba siempre su vuelta; él volvía con sus ojos brillantes y pícaros, haciéndole reír y soñar y ofreciéndole tantas mariposas como podía...

La princesa sabía que ya nunca podría salir de allí, que se quedaría por siempre en aquella estación en la que había cumplido tantas misiones diplomáticas, en la que había planeado tantos vuelos e incursiones que otros habían realizado de verdad. Se sentía como un niño perdido de Neverland, que nunca crece. Mientras, aquel diablillo volvía, de tarde en tarde, casi siempre agotado, pero cada vez más sabio, más curtido de sus misiones, de sus paseos persiguiendo estrellas. Aunque también pudiera ser que siempre hubiera sido igual de sabio para quienes hubieran sabido mirar bien hondo en aquellos ojos brillantes y pícaros: no en vano era un diablillo.

Y colorín, colorado... ¿Cómo dices? ¡Ah, no! Pues claro... ya sé que no he contado el final, pero ¿quién te ha dicho que ha acabado la historia?

sábado, 8 de marzo de 2008

Sanar


Sanar.
(Del lat. sanāre).
1. tr. Restituir a alguien la salud que había perdido.
2. intr. Dicho de un enfermo: Recobrar la salud.





Es para ti.

Muchas veces me quedo sin saber que decir a la gente que quiero y que no lo está pasando muy bien.
Qué suerte que haya poetas a los que pedir ayuda :-)

miércoles, 5 de marzo de 2008

Testigo muda


Estaba aferrada al embozo de la cama, sin atreverme casi a respirar, mientras contemplaba el baile de las cortinas en la ventana. La ventana estaba cerrada, la persiana estaba baja; pero el viento era tan fuerte, allá afuera, que conseguía mover las cortinas, allí dentro. Aprovechando los resquicios, cualquier grieta, cualquier hueco, conseguía abrirse paso hasta mi habitación. Exactamente igual que los gritos y los gemidos de ellos se abrían paso hacia mi cerebro, a pesar de tener la puerta de mi habitación cerrada, a pesar de intentar ocultarme bajo el edredón y el embozo de la cama.

Los había dejado en la sala; en realidad, había huido de ellos. Él tenía un extraño brillo de macho exaltado en sus ojos verdes. Su pelo, rubio cobrizo, brillaba bajo la luz y podría haber contado sus músculos, completamente contraídos bajo su piel.

A ella se la adivinaba pálida bajo su pelo negro, y sus ojos, azules, estaban húmedos. Se la veía rendida por agotamiento, sumisa de cansancio, como susurrando con su vocecilla aguda, muy despacio y muy bajito, mientras desgranaba derrota y hastío.

Pero eso no parecía preocuparle, a él. Su voz se alzó en algo parecido a un rugido y sus ojos verdes volvieron a brillar mientras la contemplaba, evaluándola como a una presa.

Ambos me ignoraban. Yo estaba allí, testigo muda de una escena que me estaba superando, en medio de una tensión sexual mal resuelta que no me atañía, en la que yo era claramente un elemento ajeno, pero que me estaba envolviendo y que me hacía sentir azorada. Volví a mirarlos, primero a él, luego a ella. Creo que grité antes de salir corriendo, buscando refugio en mi cuarto, con la puerta cerrada y oculta bajo el edredón, para no oírles.

Y aquello debió de ser una señal para que todo empezara otra vez. Porque a pesar del fuerte viento podía escucharles, podía escuchar los gritos, la discusión áspera que se estaba desarrollando allí fuera: de la sala a la cocina, de la cocina al pasillo... los adivinaba corriendo, ella intentando escapar de su acoso, él saltando sobre ella son miramentos... mientras gritaban, gemían y volvían a gritar y a jadear. ¿No iban a callarse nunca? ¿No iba a parar nunca ese maldito viento?

Y ¿a quién se le ocurrió la brillante idea de traer una gata adulta al territorio de un gato de ocho meses?


Realidad Alternativa


O, más en concreto, cómo hacer que la gente comulgue con ruedas de molino (si pinchas en la imagen, la verás más grande):





¿Vía? Ya comenté que me gusta Mauro Entrialgo, que adoraba sus aparatuquis y que ahora tiene una Plétora de Piñatas; esta está clasificada con el tag "Realidad Alternativa 3456". ¡¡Echad un ojo!!


Actualización (06/03/08): Parece que algunos piensan que el ventanuco es demasiado ancho :-/