viernes, 16 de marzo de 2007

En la plaza, a las ocho.


Las ocho y diez. Odiaba esperar a la gente. Odiaba llegar diez minutos antes de la hora, como mínimo, y luego saber que seguro que tendría que esperar otro cuarto de hora a los demás. Siempre era así. Y hoy tenía el día tonto... hay días en que sabes que la tendrás, que se va a liar; estás especialmente sensible para saltar, para ponerte huraño, para dar una mala contestación. Sabes que acabarás pegando un grito o diciendo algo que no quieres decir. Y hoy era uno de esos días, sabía que acabaría gritando, llorando o pegando un portazo...

Fue hasta el escaparate de la zapatería. Nada, qué zapatos, los mismos que hay en las otras sopocientas zapaterías, todas clónicas... ¿lo hacen a propósito?. Los mismos horribles zapatos puntiagudos, las mismas botas de peluche... deben de tener miedo a que salgamos de casa sin el uniforme puesto. Un reflejo en una esquina del cristal le hizo girarse, le había parecido ver a alguien conocido en una sombra. Pero no, aún no había aparecido nadie.

Dios, cómo se le había ocurrido acabar en esa ciudad. Si al menos hubiera mar... tenía necesidad de ver el mar, de oirlo, de sentirlo, de olerlo. Podía pasar horas mirando al mar allá en su pueblo, sin aburrirse... ¡cómo aburrirse ante el espectáculo del mar, hablándole, llamándole, inquietándole y llenándole todos los sentidos! No es posible aburrirse ante la vida, ante la plenitud y ante el poderío que desplegaba en cada ola, en cada marea. Y qué difícil era explicarle ese poderío a los que nunca habían visto desaparecer toda una playa bajo el manto de la marea. O cómo explicarles que cada año la playa era distinta, que las rocas desaparecían o emergían a capricho de corrientes y tormentas de invierno... ¡cómo explicarles qué era el mar, cómo sentir su poder... enmedio de aquella meseta seca y amarilla!

Cómo explicarse a sí misma cómo había acabado allí. Cómo convencerse de que no había sido un error seguir al amor para acabar en una plaza, aburrida, impaciente, cabreada y con morriña del mar, de su mar. Con morriña de su casa, de sus paisajes, de los sitios en los que había crecido y de los amigos de toda la vida; con morriña hasta de la lluvia y el viento, de las interminables tardes de temporal en las que parecía que nunca pararía de llover. Todo por seguir a una persona con la que ya no estaba. Pero era tarde para volver, había ya demasiadas cosas que abandonar: el trabajo, nuevos amigos, un piso hipotecado... y la rutina y el andar sin tener que molestarse en dirigir los pasos, sin tener que pensar, sin tener que saber hacia dónde quieres ir porque igual te da un sitio que otro.

Las ocho y veinte. ¿Iba a aparecer alguien de una puñetera vez?. Estaba convencida de que la gente miraba para ella preguntándose qué diantres hacía allí, colgada y modiéndose una uña. Vaya ¿qué hacía mordiéndose una uña?. En un gesto de impaciencia casi infantil, se sacudió la mano y se la metió en el bolsillo. Iba a tener los bordecillos de los mordiscos molestándole toda la noche, nunca recordaba meter una lima en el bolso... bueno, tampoco había cogido el bolso. Ahora que lo pensaba, esperaba no tener que identificarse, iba sin carnet... pero ¡qué tontería! ¿cuándo había sido la última vez que le habían pedido el carnet? ¡ni que necesitara demostrar que tenía más de dieciocho años para entrar en los garitos!

Debería irse, pasar de la gente con la que había quedado e irse sola. Con un poco de suerte, se liaría con alguien a quien podría olvidar antes de que se le pasara la resaca y, por lo menos, se le pasaría el cabreo y la impaciencia... que seguro que eran directamente proporcionales al tiempo que hacía que no se comía un rosco. Pero no, a quién quería engañar... lo más seguro era que acabaría en casa sola y sin haber ligado, con un pedo del calibre veintiocho. Y mañana seguro que tendría que comerse a dos carrillos la resaca, junto con las explicaciones cutres de por qué no había comparecido. No. Si se iba tenía que ser para romper con todo, para cambiar esas dichosas rutinas, para no volver a dar explicaciones, para poder respirar sin miedo a que la sorprendieran llenando los pulmones de ilusión y de oxígeno... para volver a su mar, a pasar las horas hipnotizada con su canción y su ritmo, a dejarse acunar por su balanceo, a dejarse lamer por sus olas y a dejarse sepultar por sus abismos. Tenía que irse, tenía que volver al mar, tenía que recuperar su sabor, tenía que volver a tener su sal en la piel, tenía que...

Demasiado tarde. Allí estaba Menchu, saludando con la mano.

6 comentarios:

Mars Attacks dijo...

Ains... qué chunga es la mente criminal a veces. Y cómo jode esa sensación de "pues ya me he cansado de esperar, me he montado mi plan alternativo, y por fin me he decidido a irme" y que en ese momento llegue la persona que te atará en ese plan A que ya tan poco te gustaba.

Sobre todo, jode cuando se trata de algún profesor de alguna clase aburrida que llega tarde, y te lo encuentras en la puerta justo cuando ya recogías los bártulos. Debería estar prohibido...

Lo de ser impuntual por defecto es algo que le pasa a algunas personas. Por lo general, sirve para fomentar la paciencia. Pero a veces, no :)

servidora dijo...

Deja, deja que vengo de que dejen colgada y estoy contentilla... ¡ays!

:-)

servidora dijo...

"..de que ME dejen cogada.." (ooops!!)

servidora dijo...

je je je
"..coLgada..."

De siempre, lo mío han sido los comentarios XDDDD

PepeDante dijo...

Yo antes era de los que llegaban diez minutos antes. Ahora me he pasado al lado oscuro.

servidora dijo...

Yo me moriré llegando diez minutos antes... :-/