domingo, 21 de octubre de 2007

Historias sin comida (ni bebida)


El otro día estaba contando una historieta de cuando niña, en la que mi abuelo intentaba consolarme de un castigo de mi madre con un pastel de cabello de ángel (postre que odio, por cierto), cuando me echaron en cara que contaba demasiadas historias relacionadas con comida y bebida.

Es muy posible que sea así. Para bien o para mal, la bebida desinhibe y consigue que mucha gente haga cosas que no haría normalmente... casi estoy por decir que consigue que la gente haga las cosas que yo hago normalmente. También es posible que esto haga que las historias sean algo más escandalosas y se recuerden mejor que las otras.

Y, en cuanto a la comida, ¡soy gallega!. Y no sé por qué, pero hay una extraña y legendaria relación entre nuestra cultura y la comida (y, claro, la bebida... pero eso iba aparte). En palabras de un amigo que se vino a pasar unos días a mi pueblo, "Llevo una semana en Galicia y, desde que he llegado, no hacemos más que comer o hablar de comida..."

Pero el caso es que a raíz del comentario, me quedé pensando en mi abuelo. Ya he hablado de él, pero le he hecho poca justicia. Desde luego, releyendo esa entrada, y alguna otra en la que le menciono, no creo que quede claro el nivel de complicidad que teníamos, ese que provoca que cada vez que pienso en él se me tenga que escapar un suspiro y una sonrisa.

Ya he comentado que me dejaba jugar con sus libros de pintura sin temor a que los rompiera. Seguramente, sea aún más revelador el que os cuente que mis muñecas preferidas para jugar en su casa eran dos figuras de porcelana. Una era una dama de época, con un vestido granate, largo, escotado y una cinturita de avispa de esas que tienes miedo que se rompa. Y la otra, que heredé y con la que aún juego cuando voy a casa de mi madre, es de una niña que juega a la pelota con un perrillo. Dependiendo del día, eran madre e hija o la reina y una dama de compañía o mis dos amigas del colegio...

Sufría algo más cada vez que pillaba por banda su mueble radio y jugaba con él como si fuera un piano. Veréis, es que era un mueble enorme, con radio y creo que tocadiscos también. Era más alto que yo y de ancho abultaba como cuatro veces más. Tenía un tapa superior que, cuando la levantabas, permitía acceder al tocadiscos y dejaba al aire el sintonizador y los altavoces. El tocadiscos ya no iba y la gracia, desgracia para mi abuelo, era que el frente estaba todo ocupado por teclas blancas que servían para recordar presintonías. Y tal y como estaban dispuestas era difícil resistirse a la tentación de sentirse Mahler o Chopin por una tarde... Y allá me iba yo, a aporrear la teclillas... que, por cierto, estaban durillas.

Pero hay sobre todo dos historias que reflejan su abuelidad. Dejadme que me invente esa palabra, intentando reflejar ese tipo de relación que, seguramente, todos los padres desearíamos tener con nuestros hijos pero que sólo se puede permitir uno con los nietos. Por aquello de malcriarlos y otras zarandajas sociales.

En la entrada que referenciaba antes, ya comentaba que las tardes de los fines de semana éramos dos vagabundos en busca de un rincón que pintar, recorriendo el valle de Perlío o el camino del Regueiro. Y que yo, a veces, me aburría mientras él pintaba... y, entonces, empezaba a aburrirle a él con mis juegos. Una tarde decidí llevar mi Nancy y una caja llena de vestidos para jugar sin molestarle. Mi madre me riñó cuando vio la cantidad de ropilla que estaba metiendo en la caja, que iba a rebosar. "Perderás algo y no te compraré ningún vestido más de la Nancy..." Yo, claro está, me ofendí toda y le dije que de eso nada.. Aunque me dejó inquieta, porque me había señalado el peor castigo que podría infligirme por aquella época. Salimos mi abuelo y yo, encontramos el rincón que decidió pintar ese día. Yo vi una murallita cercana y me puse a jugar. Cuando abuelo acabó, recogí y volvimos a casa. Metí la ropa de la Nancy en su sitio. Era sábado.

Al día siguiente hice el descubrimiento horrible. Faltaba una falda larga de terciopelo morado. Cuando salí con abuelo por la tarde se lo dije. Volvimos al sitio en el que habíamos estado el día anterior... removimos piedras, tablas, rebuscamos en arbustos... nada. Volví a casa con mi cara más larga y más triste, sin atreverme a contar a mi madre lo que había pasado. Pero mi abuelo encontró la solución, acudiendo en mi ayuda cual séptimo de caballería: me compró el mismo modelito, falda y blusa (no lo vendían por separado), para que pudiera hacer pasar la falda nueva por la que había perdido.

No, no os imaginéis el final, porque el final vino como dos años más tarde. Claro, por supuesto que le di tantos besos como pude, por supuesto que volvimos a juramentarnos como los compinches que éramos... pero la historia acabó meses después de que él muriera. El buen día en que las amenazas de mi madre crecieron en intensidad y me hice al ánimo de limpiar bien y recoger la cómoda de la ropa... una cómoda en la que yo ocupaba cinco cajones, y mi Nancy uno. Al sacar los cajones para limpiar mejor, arrugada y aplastada en una esquina, apareció la falda de terciopelo morado, la misma que nunca había perdido en la calle; sólo la había perdido en el caos de mi propia habitación. La recogí y empecé a llorar. Fui adonde estaba mi madre y le conté toda la historia a trompicones. Ella se calló, se fue a su habitación y volvió con la blusa a juego... la blusa a juego con la falda que mi abuelo había comprado cuando pensamos que había perdido ésta y que mi madre encontró cuando recogió la casa de mi abuelo después de su muerte. Lo sabía todo, pero ella también quería a mi abuelo. Y supongo que también a mí. Y que no tuvo fuerzas para romper nuestro secretillo.

¿Había dicho dos historias, verdad? La segunda es más simple. Y la atesoro como el mayor cumplido que nunca me han dirigido. Quería dibujar caras y siempre tropezaba con la nariz; vamos, que no había manera de conseguir algo que no pareciera un boniato, ni de frente ni de perfil. El caso es que me dediqué a observar cómo Purita Campos resolvía esto en los cómics de "Esther y su mundo" y un buen día me decidí a llevarlo a la práctica. Estaba en su casa y emborroné un par de papeles antes de quedar satisfecha con el resultado. Fuí corriendo a enseñárselo, que para eso era el experto de la familia. Le dije que se fijara, que qué bien me había salido por haber aprendido de lo que había visto en el Lily... y se quedó muy serio mirando para mí y me dijo: "¿De verdad crees que lo que has expresado ahí has podido aprenderlo de algún sitio que no seas tú misma?"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ME HA GUSTADO MUCHO TU HISTORIA. Me ha gustado quizas más si cabe porque soy coleccionista de Nancy y de sus trajes... la verdad es que tuviste mucha suerte de tener un abuelo que te quisiera tanto.

servidora dijo...

Gracias, Rebeca :-)
Sé la suerte que tuve. Y que sigo teniendo ;-) que esos diez años con él cundieron mucho y nadie me los podrá quitar nunca :-)

Un beso para ti y otro para tu Nancy :-D