martes, 22 de enero de 2008

Y, por fin, quedamos...


No sé quién emborrachó a quien, si fue premeditado, si fue espontáneo, si de verdad lo deseábamos o si lo pusimos en marcha porque ya tocaba. Eso sí, hasta que no estuvimos borrachos los dos, no nos dimos el primer beso.

Puede que por eso fuera tan duro y quizás por eso tengo un recuerdo bronco de aquella noche. Demasiadas luces, demasiado humo en aquel garito... demasiado ruido en el ambiente. Y los besos fueron demasiado violentos, como embestidas, como choques... lenguas que parecían pelearse más que acariciarse. Manos que apretaban apresuradas, que manoseaban impacientes, en lugar de explorar y disfrutar. Notaba el olor del alcohol, del tabaco y del sudor y no me reconocía. Pero te seguía mordiendo, seguía respondiendo a tu cuerpo con mis propias acometidas sin saber muy bien dónde me metía. Llegó un momento en que me notaba a punto de perder el sentido y todavía no sé si era producto del alcohol o de un deseo medio reventado y mal satisfecho. Te miré y me invadió una sensación de error, de la que no conseguí librarme. Te tenía ganas, te tenía tantas ganas... Pero en un momento dado me asustó la expresión violenta de tus ojos. Me dio la sensación de que habías pensado "Bien, quieres jugar, júguemos, ven aquí..." y me asusté. Cerré los ojos, no quise volverme atrás para aparecer como una chiquilla cobarde. Pero me asustaste y el alcohol hizo el resto...

Recuerdo a duras penas qué pasó cuando salimos del local. Caminábamos con dificultad; yo casi no podía estar en pie, tú me arrastrabas y te tambaleabas tanto como yo al andar. Llegamos al coche, me acomodaste en el asiento. Arrancaste. Te cargaste un piloto del coche de delante. Maldeciste y completaste la maniobra con una marcha atrás y un volantazo que tuvo como consecuencias un hermoso bollo en tu viejo Talbot. Ni siquiera sé cómo quedó el coche que estaba atrás. Me desmayé. Y sigo sin saber si fue la borrachera o la expresión de tu cara.

Lo siguiente que recuerdo es tu voz, gritando quedamente a Lola; yo ya estaba en cama y tú parecías muy enojado con ella. Lo único que acerté a pensar fue que ella no tenía la culpa de que tú hubieras salido conmigo, en vez de con ella.

Al día siguiente, en la facultad, te hubiera podido confundir con el hombre de hielo. Te acercaste a mí, me hablabas de tonterías, pero no me mirabas. Fuimos al césped del ágora a dormir lo que nos quedaba de resaca y estábamos tumbados allí como hubieran podido estar dos muñecos de corcho. O no. Dos muñecos se hubieran demostrado más afecto que nosotros.

Nunca volvimos a salir. De hecho, conseguimos acabar con nuestra amistad. Primero se diluyó, pero eso sólo fue el principio, en seguida comenzó a corroerse. Nos empeñamos en mostrarnos nuestros lados más desagradables y nos especializamos en dirigirnos comentarios mordaces con singular puntería. Conseguimos hacer diana en más de una ocasión, justo donde más dolía. Hubo un momento en que sentí la necesidad física de odiarte, tanto como antes había sentido que quería amarte. Con el tiempo me di cuenta de que tan difícil me resultaba un empeño como el otro, así que dejé de gastar fuerzas inútilmente... me dejé mecer al fin en la indiferencia y conseguí volver a sonreírte en el último año de la carrera.

Hoy he recordado todo eso al ver la foto. Al ver tu cara, he pensado que no he sabido nada de ti en veinte años. Y, ¿sabes?, realmente no me importa nada. Qué bien supimos hacernos daño...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No debe haber cosa más terrible que leer un post de estos y saber que está dedicado a uno. (Gracias a Dios nunca me ha pasado!).

Un texto para recordar lo bien que escribes. :)

servidora dijo...

Usted, que me lee con buenos ojos! :-)
(y ¡¡qué bueno que viniste, che!! :-) )