martes, 1 de julio de 2008

La familia te la da Dios, los amigos...


Por la calle Calamocha no se pasaba, a la calle Calamocha se iba. Por lo menos, en la época en que yo vivía allí, en casa de mis tíos; había una fábrica de no sé qué (he procurado olvidarlo, que bastante nos ensuciaba el barrio) que la cortaba. El edificio en el que vivían mis tíos era justo el último de la calle, pegado a su muro.

Sí, a la calle Calamocha había que ir a propósito y por eso me fijé. Yo estaba en primero de Informática, y conocía a poca gente de clase. A él sólo lo conocía de vista; y de que era ya la tercera vez que repetíamos juntos, pero por separado, la misma maniobra: bajar del autobús de la línea 90, cruzar Pérez Galdós, bajar por Jesús hasta la calle Calamocha y girar a la derecha. Él paraba cinco fincas antes, yo seguía hasta el final de la calle. Pero ese día no me pude resistir y mientras él esperaba a que contestaran a su llamada y le abrieran el portal, yo me giré y le dije: "No es que te persiga, eh, es que vivo en el número 16..." Y empezamos los dos a reírnos tan a gusto de la tontería.

Era un tío realmente extrovertido, muy agradable y siempre con una broma a punto (aunque eso es algo que se podría decir de todos los de su familia). Tenía una cara bastante aniñada, como de nerdy picarón y lo que menos te esperabas cuando empezaba a hablar era el vozarrón que tenía: una voz profunda, de barítono, muy bien modulada. Podría haber tenido futuro haciéndole la competencia a Constantino Romero.

Cómo llegué a entrar en su casa y hacerme amiga de toda la familia es algo que no os podré contar, porque no lo recuerdo. Fue poco a poco, despacito y sin pausa. Sí recuerdo que parte de la culpa fue de sus almuerzos: se llevaba unos bocadillos que estaban de muerte. El pobre ofrecía y yo... no es que metiera algún bocado que otro, no ¡es que le metía cada viaje a sus bocatas, que él casi no almorzaba! Recuerdo un día que apareció con uno como nunca había probado antes (¡ni después, lo juro!). Era una especialidad de su madre, una especie de pisto de tomate y pimiento, con atún y cebollitas... ¡Ay! ¡... qué bocadillo! Supongo que ese día batí mi propia marca, porque la siguiente vez que apareció con un bocadillo de ese tipo, sacó dos de la mochila y uno era para mí: "Toma, dice mi madre que le encanta que te encanten sus bocadillos ¡y qué aproveche!" ¡Qué vergüenza! ¡y qué bueno, diantres!

Un día me sorprendió hablándome de su mujer y de su hijo. Yo no le hice mucho caso, asumiendo que hablaba de su novia y algún hermano o primo pequeño... al fin y al cabo, tenía dieciocho años. Pues no. Estaba casado y tenía un hijo de tres años. De eso me enteré cuando me ofreció que me uniera al gracioso grupo familiar matutino: su padre les acercaba en coche a la facultad por las mañanas a él y a su hermana, que estudiaba Empresariales. Primero la dejaba a ella en Blasco Ibáñez y luego nos acercaba a nosotros al Poli, antes de seguir hacia su trabajo. Quedábamos a las siete y media cada mañana. Yo bajaba y allí estaba el buen hombre ya en el coche. Tenía asumido que sus hijos tardarían, al menos, diez minutos en bajar. Yo subía al coche y empezábamos a charlar.

Un día, en una de esas charlas que manteníamos mientras nos sacudíamos las legañas esperando a sus hijos -que siempre acababan preguntándonos de qué diantres hablábamos tanto rato y tan entusiasmados-, habló del niño y me quedé a cuadros. La historia era tan simple como que la novia de mi compañero se había quedado embarazada a los catorce años. Él tenía quince. Se casaron, aunque continuaron viviendo cada cual en casa de sus respectivos padres. A mí me parecía una historia alucinante (ya ves tú, qué tendrá de alucinante el embarazo de una adolescente). Ahora que lo pienso, a éste le encantaba bromear, imaginando historias sobre cuando se fueran de marcha juntos, él con treinta y su hijo con quince, e hicieran competiciones para ver quién ligaba más.

Cada día estaba más a gusto con aquella familia. Tanto sus padres como sus abuelos como sus hermanos, eran encantadores y me recibieron con los brazos abiertos. También su mujer y su hijo se hicieron amigos míos enseguida, aunque los veía menos, al vivir en otra casa. Yo me sentía como una más de ellos. ¡Je!, menuda se montó el primer día que me invitaron a comer. Cuando estaba disfrutando como una loca con la ensalada (¿he dicho ya lo bien que cocinaba su madre?) me encontré un gusano verde, casi tan gordo como mi dedo meñique, disputándome los honores con la lechuga. Vamos, que la estaba comiendo más aprisa que yo. No reaccioné lo suficientemente rápido y mi compañero se dio cuenta de lo que ocurría. Empezó a reírse como un loco mientras le decía a su madre que me había encontrado la carne del segundo plato en el primero. El ataque de risa fue general y gracias a ello pude disimular que estaba muerta de vergüenza.

Fue un lujo compartir con ellos ese primer curso de Informática. Sobre todo muy reconfortante, y creo que me ayudó mucho a centrarme y a sacar bien ese primer año (bueno, el batacazo que me había pegado en Industriales el año anterior, supongo que también ayudó). Tengo grabada la última comida juntos, antes de volver a casa de mi madre por las vacaciones de verano. Estábamos los abuelos, los padres, sus dos hermanos, él y yo. Comimos tan alegres y al final de la comida me enteré de que su padre había tenido unos resultados raros en un análisis y que tenía que hacerse más pruebas. No tenía ni idea de la que se venía encima cuando me despedí de ellos.

Al volver del verano, había dos noticias. Mi compañero iba a tener otro hijo y su padre tenía una especie de tumor en los pulmones... por lo que entendí, su timo no se había atrofiado tras la adolescencia y había que extirparlo.

Con ese pronóstico empezamos el curso, y lo empezamos mal. Un día descubrí una faceta de mi compañero que no hubiera querido descubrir, su afición al juego. En la Escuela se jugaban partidas de póker; y se jugaba con dinero y apostando fuerte. Cuando me enteré de toda la movida, debía ya unas setenta mil pesetas de 1984. Un dinero, os lo juro. Por desgracia, no supe ayudarle, siguió jugando y yo acabé distanciándome de él, del puro enfado de verle jugar cuando, además, le estaban haciendo unas trampas tan exageradas que hasta yo las veía. En estas, además, dejó los estudios y empezó a trabajar... estaba ya realmente poco motivado con la carrera, y supongo que le preocupaba más el intentar tener una casa propia con su mujer y su hijo, antes de que naciera el que habían encargado en verano.

Yo le eché de menos en clase y empecé a verle ya muy de tarde en tarde. Pero ya no necesitaba usarle de excusa para aparecer por su casa, ya era parte de la familia. Esta entrada va sobre mi compañero. Pero creo que seguiré, que escribiré algo sobre cada uno de ellos... mi familia adoptiva de Valencia.

5 comentarios:

ZonaLunar dijo...

Me encantan estos posts, espero que nos sigas contando cositas sobre tu familia adoptiva valenciana :)

Un beset, bonica.

servidora dijo...

Otro para ti, resalada ;-)

Anónimo dijo...

estupenda tu sensibilidad literaria para expresar lo que decís, y lo que callás (esta segunda parte habla solo de tí, de tus propias venas,....y su jugo) Tenés pasta, explotala y explorala.

servidora dijo...

Gracias! :-)

pikinb dijo...

Siempre me impresionas con la calidad de tus relatos, pero hoy te dire que hasta la vista se me ha nublado!

En serio tendrias que pensar en publicar esos relatos!

Un besote