martes, 24 de junio de 2008

Léelo, Isabel


Ya te hablé del libro, y también he hablado aquí de él, "Los libros arden mal", de Manuel Rivas.

Dice la contraportada que es un universo poblado de voces insólitas. Yo, como tiendo a simplificar, me conformo con decir que hay muchos personajes. Tantos que te puedes perder si no llevas cuidado y en los primeros capítulos estuvieron a punto de aturullarme. Pero transcurre todo en Coruña y el paisaje es tan familiar y me tira tanto para allá... Muchos personajes, sí y estás continuamente construyendo sus vidas. Casi sin darte cuenta, en cada capítulo aparece un nuevo personaje junto con otro que ya había aparecido unos cuantos capítulos hacia atrás. Y debes repasar la vida del otro antes de entender su relación con el nuevo; y te encuentras el nuevo, y con el nuevo descubres cosas del otro que aún no conocías. Descubres tantas cosas, tantos matices, tanto respeto en su construcción, que te atrapan y te arrastran para vivir con ellos.

Hoy conocí a Silvia. Una costurera. La reina del zurcido invisible, arte que aprendió de niña en un convento de monjas en el que la habían internado para tratarle la espalda, y las monjas le enseñaron a zurcir,

"[...] porque algo tendría que hacer cuando fuese una muchacha normal, el día en que la columna al fin se enderezase. Cuando piensa en eso, en el espinazo, siente que se transforma en un carámbano. Durante años atada en una cama, en Oza, atada con correas, sin poder andar. Porque el diagnóstico era que había que domar aquel espinazo deforme, impedir que se consumase la curva, la chepa. Pensar que todo aquel sufrimiento de años se habría evitado con un tratamiento con penicilina. [...] Ella sabía que lo que sentía no era cosa de cría. Pero es que ella tampoco tenía la edad que tenía. Su forzada inmovilidad la hacía vivir con tanta intensidad que, cuando por fin se levantó, tambaleándose, buscando en la ventana ese mar que llevaba meses y meses oyendo murmurar, sin un apoyo para no caer, cuando eso sucedió, se dio cuenta de que había vivido ya varias vidas y que ahora tenía que tratar de que regresasen a su cuerpo o, al contrario, ir tras ellas.

El mar entró con tanta fuerza en sus ojos que la hizo llorar. Y de sus adentros le salió un aullido. No un grito humano, sino un aullido del mar. En ese momento pensó que la habían atado no por un erróneo diagnóstico médico, no por la absurda intención de enderezarle el espinazo a la fuerza, sino para mantenerla adrede alejada del mar. Ella no controla el llanto. Se había pasado años con los ojos secos. Las lágrimas tenían que ver con una marejadilla del cuerpo. De entre las vidas vividas en la inmovilidad, había escogido una."


Tú no has visto mi mar, ni lo has respirado cuando está bravo, cuando entra por los ojos, por los oídos, por la nariz, cuando te puede cubrir incontrolable, cuando todo es espuma y olas y verde de algas rompiéndose. Ni cuando está calmado, profundamente azul, brillando bajo el sol... subiendo y bajando mareas, infatigable. Derrochando tanta energía que no puedes evitar rendirte bajo su fuerza, aceptar que es más poderoso que tú y que aun así es lo bastante generoso como para que puedas utilizarlo, disfrutarlo, jugar con él... Cuando leí ese párrafo que te he copiado, pensé en algo que me contó uno de mis profesores de EGB, sobre una excursión que habían organizado un par de años antes para que niños de la comarca del Caurel, que nunca habían visto el mar, fueran a la playa. Cuando lo contaba me resultaba imposible imaginar que existiera nadie que nunca hubiera visto el mar. Más aún cuando nos detallaba las caras de estupefacción y sorpresa, el silencio impresionante, respetuoso con que aquellos niños vieron el mar por primera vez. Años más tarde, al pensar sobre esa anécdota me di cuenta de que lo que no podía imaginar era que se pudiera vivir en otro sitio que no fuera la orilla del mar.

Al leer esta mañana el párrafo de esta niña descubriendo el mar, tuve que cerrar la boca para no gritar yo también.

Cerré la boca, cerré los ojos para poder ver a esa niña que tantas cosas me trajo a la cabeza. La miré y proseguí. En la hoja siguiente la niña era una mujer y sabía que su amante estaba casado, su propia mujer se lo había dicho. Piensa en que ella sabía ya antes de conocer a la esposa, de conocer a su amante, que su vida está partida en dos mitades, como la cara medio destrozada de una moza que recorre el puerto, mostrando su rostro partido a cambio de dinero o tabaco...

"Ella supo que no se lo iba a decir. Tendría que arrancárselo con unas tenazas de dentista. Que no le iba a confesar que hacía tiempo que estaba casado y que no era cierto que aquella mujer que una vez había encontrado en el estudio fuese la arrendataria del local, una antigua amiga, además. [...] "¿Estás casado? ¿Por qué no me lo has dicho?" No. Ella no iba a hacer ese interrogatorio. [...] Vivía media vida y desde pequeña intuía que a la gente como ella el vivir completo le estaba vedado en esa parte del mundo. [...] Se dio cuenta de que uno de sus lados, el iluminado, engañaba al otro, el de la sombra, desde que le había conocido. Y que ambos lados lo sabían. Aun así habían decidido seguir adelante. Vivir ese instante de verdad. Ir al cabo del faro, follar bajo sus aspas de luz, con la música de la emisora del mar.

No. No iba a utilizar tenazas de dentista para arrancarle una confesión innecesaria."


No voy a copiar más párrafos. Lo que falta es sólo el único desenlace sincero en una historia de cuerpos y amores, cuando sabes que desde el mismo momento en que algo empieza, lo único seguro es que acabará. Me sentí como triste al pensar que era el único final posible, al pensar que lo he vivido y que lo viviré pero, al fin y al cabo, ¿para qué negarlo? Ni aún cuando todo parece perfecto y lleno de promesas, cuando la vida te sonríe y te sientes completamente enamorada y sientes que te comerías el futuro a mordiscos, puedes evitar saber que todo acabará. Igual que sabes que un día morirás y eso no debe impedirte vivir. Una noche fueron al faro por última vez y se amaron y se disfrutaron y se rieron como siempre lo habían hecho. Aunque él no sabía que era la última noche en el faro.

Qué grande la niña enferma, qué grande la costurera, qué grande todo lo que dio de sí, y de mí, el capítulo. Qué respeto llegué a sentir por ella y cómo pude llegar a identificarme en algunos gestos... qué morriña de mi mar, y qué lejos sentí ese faro. Y qué cerca.

Afortunadamente tengo tu mar, y sobre todo tengo la luz de tu cielo, el azul de un cielo que en Galicia nunca pude ver. Y que nunca podré ver, porque el cielo es vuestro como el mar es nuestro.

Acabo ya, pero antes quería dedicarte una frase. Creo que es de las que te gustan:

"Se abrazaron de nuevo. Era cosa de los cuerpos. No es fácil desprenderse de la melancolía de los cuerpos."

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