Era vieja. No me miréis así: era vieja. Era vieja cuando yo tenía tres años, era vieja cuando yo tenía diez años, y era más vieja aún cuando yo tenía veinte años. Era una vieja muy bajita y muy menuda. El pelo largo recogido en una trenza debajo del pañuelo gris que llevaba siempre en la cabeza. Con gafas de culo de vaso, muy gordas, que hacían que su rictus malhumorado fuera aún más evidente; siempre llevaba la boca torcida en un gesto poco amable. En cuanto a su cuerpo, quedaba tapado por una gabardina parda, siempre la misma gabardina en verano y en invierno, y sólo se adivinaban unas piernas huesudas envueltas en medias blancas. Pero lo que más destacaba de todo el conjunto era un enorme bastón; no me preguntéis de qué madera era. Sólo sé que era casi tan grande como ella y que lo usaba mucho y con bastante puntería y mala baba.
De ello pueden dar fe en mi familia. Recorría las calles y las casas de Ferrol pidiendo limosna. Dice mi madre que iba mucho por casa de mi abuela, la paterna, y que cuando le daban algo, normalmente unos céntimos, siempre replicaba "Nunca me dais billetes ¡y así nunca llegaremos a ricos!". Y, por lo visto, en una ocasión en que mi abuela no tenía monedas sueltas y le dijo que ese día no podía darle nada, del mismo enfado arreó un bastonazo criminal a una maceta que tenía en el portal y se la destrozó.
Siempre le llamé la bruja. A mis tres años, y para mi imaginación, ya era la viva imagen de todas las viejas malas de los cuentos que me contaban y no me hubiera extrañado si me dijeran que cogía a los niños y los encerraba en oscuras mazmorras de su propiedad. Pero lo más curioso del caso es que mantuve ese miedo intacto hasta más allá de los veinte años, hasta que dejé de verla y supuse que habría muerto. Debía de resultar curioso de ver como mi cara se ponía completamente blanca del susto, mientras tragaba saliva, bajaba la vista y cruzaba la calle hacia la otra acera, bien lejos del alcance de su bastón, en cuanto la divisaba. Y eso a los seis años, a los ocho, a los doce, a los quince, a los dieciocho... toda mi vida. Seguramente, por culpa del episodio que os voy a contar.
Nosotros vivíamos en un tercero; Choncha era la vecina del cuarto. En cuanto podía, me escapaba a su casa porque siempre me mimaba. No tenía niñas, y le hacía ilusión que yo subiera por allí. A la que no le hacía tanta ilusión era a mi madre. Yo me enteré al cabo de los años: por lo visto, la mujer estaba algo tocada del pulmón y a mi madre no le hacía gracia que pasara tanto tiempo con ella.
Pues debió de ocurrir cuando yo tenía cuatro años. Era por la tarde y en casa estaban cosiendo: mi madre, acompañada de mi tía Canucha, de Macamen, de Obdulia, de Finita... Y yo me aburría; supongo que estaban apuradas, a punto de acabar algún encargo, que no me hacían ni caso. Y entonces grité algo de que subía a casa de Choncha. Me hice la loca ante el "¡No!" de mi madre, agarré la puerta, y empecé a subir. Cuando estaba a punto de llegar al rellano, mi tía Canucha en la puerta gritó: "¡¡No subas, mira que sube la bruja!". Y miré hacía abajo y quiso la casualidad, ¡maldita sea!, que en ese mismo momento estuviese subiendo la vieja del bastón y se hubiera parado en el rellano entre el segundo y el tercero para recuperar la respiración. Lo había oído todo perfectamente y noté como su furia empezaba a extenderse en oleadas, subiendo con ella por la escalera.
Bajé las escaleras tan rápido como pude, entré en casa y me metí bajo la mesa de la cocina, mientras mi tía cerraba la puerta rápidamente. Lo único que recuerdo de los minutos siguientes -¡eternos!- es una descarga incontinente de bastonazos en la puerta, acompañados de gritos mientras se desgranaba una completa galería de floridos insultos. Todas la mujeres en casa enmudecieron, hasta que pasó la descarga y se empezaron a oír risillas.
Pero no me convencieron de que saliera de debajo de la mesa hasta que no hubieron pasado cuatro horas...
2 comentarios:
Rediósle... esto ha sido casi como Rec 2... ¡estoy temblando!
Menos mal que no ha sido como Shrek 2...
:-D
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