miércoles, 26 de noviembre de 2008

Amores perros (y 5)


Cachorros. Hoy he estado rodeada de cachorros; cachorros de muy distintos tamaños y de muy distintas edades. Los había de 14 meses, de 11 años, de 5 años, de 3 meses, de 14 años... Iban en cochecito, en silla o andando. Los había increíblemente pequeños, los había más altos que yo, los había que apenas sabían hacer otra cosa que lloriquear y los había que apenas sabían hacer otra cosa que sonreír de forma maravillosa. Los había habladores, los había callados, los había con gafitas y carita de pena, los había con ojazos increíbles... Mi propio cachorro estaba preciosa, pero con la voz engolada y algo de fiebre. La cola de la pediatra es un universo regalado, veinte minutos de espera, miradas, chistes, risas y charlas tontas. Una terapia para los malos rollos.

Cachorros. No hay nada tan mágico como un cachorro de hombre y un cachorro de perro jugando juntos. Ni hay nada que nos devuelva tanto a la magia de nuestra propia infancia como jugar con un cachorro. Si recuerdo con tanto cariño a Roni, supongo que fue por el ratito de cachorrez que compartimos juntas, jugando cada una a su propio juego, pero juntas, en el terrado de casa...

No pude jugar con Pepa cuando era cachorra.

Pepa llegó la tarde de un día de Navidad. Al verla pensé que era la perra más triste del mundo. Sus ojitos estaban llenos de miedo. Tenía ya diez meses y era la perra más triste que había visto nunca y la quise en cuanto la vi. Tan triste que no me podía creer que hubiera salido de la misma camada que Moncho... Moncho, ese sí fue mi cachorro, mi precioso cachorro juguetón. Mi precioso cachorro, atropellado por un coche que ni siquiera paró. Habíamos reservado coche cama en el tren para poder ir con el perro de vacaciones. Cuando subimos al expreso en Madrid empezamos a llorar. Cuando llegamos a Fene y nos dijeron que una hermana suya buscaba casa, ni lo pensé. Y así entró Pepa en mi vida en la tarde de un día de Navidad. Mi perra estaba triste, muy triste.

Tan triste, que en apenas cuatro días había perdido más de un kilo; y os estoy hablando de una perrita Yorkshire terrier de 3 kilos y medio. Creí que se moría, creí que me moría con ella. Nunca he paseado tanto como aquellas navidades; pero es que sólo la veía contenta cuando agarraba la traílla para bajar a la calle. Entonces sí parecía una perra feliz, girando y girando sobre sí misma y mirando feliz a la correa, moviendo el rabo. Y no podíamos parar: si se me ocurría parar a descansar o a charlar con alguien, lloraba. Había que andar, andar, andar...

Estoy segura de que si no murió fue por mi madre y la santa paciencia de mi madre. Cuando todos desesperábamos de darle de comer, acudió ella. Esperaba a que todos nos hubiéramos ido a la cama y entonces empezaba pacientemente la faena de intentar alimentarle. El pienso que le habíamos comprado tenía forma de anillitos; cuando le metíamos una rosquillita de esas en la boca, la escupía. Fue mi madre quien tuvo la idea de meter un trocito de jamón en el hueco y consiguió engañarla y que comenzara a comer algo.

Creo que fue allá por febrero cuando definitivamente nos aceptó. Perdió la tristeza de la mirada (o dejó de ser lo más llamativo, o empezaron a brillarle los ojos... pero algo cambió para mejor, para dejarnos ver que nos quería) y comenzó a jugar. Nunca perdió su manía por salir a la calle con correa (si no, no le gustaba) y de andar, andar, andar sin parar y desesperándose cada vez que yo interrumpía el paseo. Odiaba andar por la hierba, era como si le quemara los pies, pero adoraba correr por la arena de la playa. Y nadar en el mar.

Cuando crió y nos quedamos con un cachorro, Moncho -de nuevo, intentando recordar al anterior- me topé con una señora muy seria que me miraba con una cara más seria aún por obligarle a convivir con aquel cachorro que nunca dejó de ser un cachorro. Una señora que cuidaba la casa, ladrando con toda su alma a cualquiera que osara asomarse a la puerta, aunque luego el mayor peligro solía ser que se le meara en el pie en cuanto se agachaban a acariciarla (y de la misma alegría se orinaba encima.) En mi casa siempre había una fregona y un cubo preparados.

Moncho murió en circunstacias parecidas a las de su tío, el Moncho original. Creíamos que Pepa se pondría muy triste pero fue como una liberación para ella. A veces he pensado que le amargué la vida obligándole a convivir con su cachorro toda la vida... igual esas miradas que me echaba venían a decir "Pero este... ¿no tendría que haber salido del nido ya?". Empezó a jugar con María (nunca antes le había hecho caso), volvió a jugar con la pelota, volvió a hacer monerías...

Pero ya era vieja. Tenía trece años. Al año o así, empezó a desorientarse mucho. Y apenas podía retener ni las heces ni la orina. De noche, se despertaba e intentaba ir hacia la puerta de la calle, pero la pobre acababa en cualquier otro rincón de la casa y allí la encontrábamos, por la mañana, con cara de pena que se transformaba en sorpresa cuando no le échabamos la reprimenda que esperaba por haber hecho sus cosas en medio de mi habitación o de la sala (dependiendo de en qué esquina del pasillo había perdido el rumbo).

Se puso cada vez peor. Y parece que peor y peor, en cuanto comenzaron las visitas al veterinario. Le encontró no sé qué en el riñón y la medicó... y eso le afectó al hígado. Su última semana fue espantosa. No comía ni bebía; estaba en su camita, mirando sin ver, con la lengua de fuera, muy hinchada. Le acercaba agua, le acercaba comida y ni la miraba. Un día, a la desesperada, le empecé a dar leche con una jeringuilla, intentando que no se deshidratara, que recibiera algo de alimento... la pobre acabó orinándose encima, perdiendo mucho más líquido del que pude intentar darle. Al día siguiente fue al veterinario y le inyectó suero. Volvió a pasar lo mismo.

Cada día la miraba antes de salir de casa por la mañana. Y miraba a mi marido, a ver si caía en la cuenta. Sabía qué teníamos que hacer, pero yo no me atrevía. Era una pequeña cobardica que esperaba llegar un día a casa y ver la cesta vacía y no tener que preguntar nada. Él parecía no caer en la cuenta... hasta que un día, de repente, a mitad de la tarde me dijo "Dale un beso a Pepa, me la llevo al veterinario..."

Y así nos despedimos mi Pepa y yo. La perra más triste del mundo, la perra más tranquila del mundo, la perra más cariñosa del mundo...

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay, que me has hecho llorar. Qué triste historia la de tu perrita. Me recuerda a la perra de una amiga mía.

Y yo sé cuánto se le puede querer a un perro. Cuando mi padre se fue le regalamos una perrita a mi madre. India consiguió algo en lo que los demás estábamos fracasando. Consiguió que mi madre se levantara de cama y saliera a la calle. Sé lo que se puede querer a un perro porque sé cuánto amor puede darte el perro.

Cómo echo de menos a India...

servidora dijo...

Una amiga tenía una perrita, Indira. Y te estoy hablando de 1978 ó 1979... vamos, que Indira Gandhi estaba viva.

Mi amiga tenía una tienda de cacharrillos electrónicos. Un buen día aparecieron dos hindúes por la tienda (¡¡en Ferrol!!... pues anda que no fue un acontecimiento raro :-)) y se fijaron en la perrita y preguntaron el nombre.

Dice mi amiga que nunca vio reír a dos personas tanto. Pero no preguntó y optó por la discreción... por si las moscas ;-)

Un beso, reina :-)

Anónimo dijo...

A mí me regalaron un Cocquer Spaniel cuan do tenía 10 años (yo, no el perro).El tenía días.
Lo adoraba y creo que él a mí también me quería. Digo esto por que me abrasaba a mordiscos, con aquella dentadura tan perfecta que daba gusto verla. Pero ya se sabe de la locura de los cocquer, por tema genético, creo...
En fin, que cuando mi madre comenzó el peregrinaje por los hospitales y no se le pudo dar la atención que merecía el animal, optamos por regalarlo a unos amigos con casa en la aldea para que expansionara (por lo de la locura).
A partir de ese día no quise saber nada más de él. Pensé que se me partiría el corazón si volviera a verlo y no fuera para volver a traerlo a casa.
Por cierto, Servidora, gracias por tu visita a mi blog.
Un saludo.

servidora dijo...

Gracias también por tu visita, insomne :-)

Ni he pensado en vivir con otro perro desde que murió la Pepa, así que te entiendo...

Anónimo dijo...

ays que triste

Niña hechicera dijo...

Bonita historia,llena de ternura.Hace tres años yo tb me despedí de mi gatina,la echo mucho de menos pero no se me ocurre pensar en coger otra. A veces la veo, corriendo por la casa o cuando escucho un ruido,y estoy sola pienso..."vá,ye la Cucú".
Esa gata me ayudó a perder el miedo a estar sola,y como tu Pepa,es irremplazable.