jueves, 8 de febrero de 2007

Regalo de cumpleaños


Por algún extraño motivo, recordé este episodio esta mañana mientras iba con María al cole.

Calculo que fue cuando estudiaba tercero de carrera. Lo digo porque luego me cansé de ir en tren de Valencia a Madrid. Los horarios combinaban mal con los del expreso a Ferrol y tenía que estar mucho rato paseándome por la capital del reino. Los autobuses son más rollo que los trenes, pero ofrecen más variedad de horarios.

A lo que iba. Las diez y media de la mañana y allí estaba yo en la estación del Norte de Valencia, con mi macuto y poniendo mala cara a la paliza que me esperaba. Tardaría casi veinticuatro horas en llegar a casa de mi madre y no me embargaba el espíritu navideño, precisamente. Hasta las cinco de la tarde el tren no me dejaría en Atocha. Y luego, el expreso no saldría hasta las diez de Principe Pío. Y ya veríamos a qué hora llegaba a Ferrol. Se suponía que el viaje eran doce horas, pero llegaba un momento en que simplemente te conformabas con bajar del tren y dejar de maldecir a RENFE.

La perspectiva no era para animar a nadie y menos a mí, que estaba decidida a permanecer cabreada. Había salido de casa de mi tía con la sensación habitual - "¡Ahí os quedáis..!" - corregida y aumentada: era mi cumpleaños, nadie se había acordado y ni siquiera me había despedido de nadie, porque no había nadie en casa cuando me fui. Vivir en casa de mi tía no estaba resultando una experiencia enriquecedora para ninguno de los dos bandos contendientes.

En resumen: no me habían ni felicitado, estaba cansada del viaje antes de empezarlo y tenía la moral por los suelos. Mi complejo de Calimero empezaba a hacerse muy patente. Así que agarré el macuto y me subí al tren. Quince minutos para que saliera. Acomodé mis trastos como pude en la rejilla, me senté y me puse a mirar por la ventanilla.

No había nada que mirar, la verdad. Con eso de ser una estación término, la de Valencia debe ser una de las más sosas que conozco en cuanto te metes a los andenes. Apenas dos o tres viajeros, contando a los que aún no habían acabado de despedirse de sus amigos y a los que aún no se habían mentalizado para meterse en el correspondiente vagón.

Empezaba a sentirme rabiosa - ¡aún faltaban cinco minutos para arrancar! - cuando los vi llegar, corriendo por el andén, a rescatarme como si fueran el Séptimo de Caballería. Inma y Berto, Berto e Inma, mi pareja preferida aunque ellos se preferían cuando no eran pareja. Bajé al andén sin creerme que estuvieran allí.

"Creíamos que te ibas en autobús, venimos corriendo de la estación de autobuses..." "¡Felicidades! ¡Toma! ¡Para ti!" "¡Venga, un beso...!" "¡¡Buen viaje!!" "Pero sube ¡que se va...!"

Creo que me subieron ellos al tren. Abrí el paquete. "El otoño en Pekín" de Boris Vian. Como si no fuera bastante con aquella sonrisa de oreja a oreja que me habían regalado.

3 comentarios:

Mars Attacks dijo...

Repito la misma frase en menos de 24 horas: a veces, la vida tiene momentos que merecen la pena :)

Brindemos por los que están por venir.

Unknown dijo...

:'(
deberías tener esos recuerdos más a menudo

Diamante dijo...

Que bonito, pero que bonito. Me hace recordar que me estoy leyendo el 1º libro que me regalan por mi cumpleaños, ya han tardado he.
salu2