Os vais a reír, pero tengo que escribir sobre aquella nube.
Estaba agotada, llevábamos todo el día de congreso. Llevaba, además, todo el día con la cabeza partida en dos trozos igual de estresantes: una mitad diciéndome todas las cosas que debo redecorar en mi vida, mientras la otra se ponía histérica por momentos, pensando en la asamblea que tenía que presidir. Así me fue en la asamblea, la reina del despiste... ¡Qué mal lleva mi pobre neurona lo del proceso en background!
Pero, fuera como fuese, la asamblea acabó, sobrevivimos a la experiencia, nos echamos unas risas y subimos al autobús. Nos llevaban de excursión a todos los profes del colegio. Al verme sentada, con un par de asientos a mi disposición, para mí sola, solita... fui consciente de lo cansada que estaba. Me descalcé, me abracé las piernas para hacerme un huevito, suspiré y cerré los ojos. Cuando los abrí ya estábamos saliendo de la ciudad, cogiendo la carretera que nos tenía que llevar hacia el pueblo que íbamos a visitar. Me estaba fijando en los contrastes de colores que mostraba la plana que atravesábamos -el amarillo de los rastrojos, el verde de los pinos y el rojo de la tierra-, cuando miré al cielo.
¡Qué tontería! Iba a describirla como tan perfecta que parecía de mentira. Bueno, igual no es ninguna tontería. Lo bello no tiene por que ser perfecto, lo natural suele ser imperfecto (lo que, por supuesto, no tiene que convertirlo en bello, pero ayuda... ). Y aquella nube era tal y como todos hubiéramos dibujado una nube en un dibujo escolar. O tal y como la hubiéramos modelado con algodón para colocarla en el cielo de algún Nacimiento. Con una base larga y amplia, otra capa algo más pequeña encima y una última capa coronándola como toca: con un redondelillo que coronaba perfectamente el perfil triangular. Todas sus esquinas estaban perfectamente redondeadas y eran suaves y tenían las sombras perfectamente dibujadas.
Me quedé un buen rato mirándola. Todo el que me permitió la panorámica de mi ventana antes de que las vértebras del cuello empezaran a recordarme que vivían allí y que no era buena idea retorcerlas mucho más allá de su ángulo natural.
Cuando la perdí de vista, no pude descolgarme del cielo. La visibilidad era perfecta, la luz del crepúsculo que empezaba a adivinarse me estaba regalando un tono azul que no creía haberme ganado.
Y mirando al cielo, mirando al cielo... así vi al águila y pude seguirla con la vista y la imaginación un buen rato.
Y mirando al cielo, mirando al cielo... así me pude regalar con la Luna creciendo y Venus brillando, una vez acabó la visita al pueblo y volvíamos al hotel.
Quizás por ese regalo mereció la pena toda la excursión. La excursión que me llevó de una nube a un águila, de un águila a la Luna, de la Luna a Venus. Cuando me veáis despistada, no me digáis nada. Igual estoy en las nubes...
2 comentarios:
Hala, qué caña. ¿Hay fotos?
No. No llevaba cámara. Pero tampoco creo que la hubiera usado.
Tendría que haber dejado de mirar.
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