lunes, 28 de enero de 2008

Disculpa, no siempre te tomo en serio


-"¿Le conocías?"

Tardé bastante en darme cuenta de que me estaban hablando; la voz había resonado por mi cabeza, como un ruido sin sentido, como una banda sonora poco afortunada. Aparté la vista de la punta de mis zapatos -resultaba muy curiosa la forma del pegote de barro que tenía en la punta de la bota izquierda- y levanté la cabeza hacia la persona que me hablaba. ¡Total, para qué...! No podía enfocar bien, había estado llorando. Y, para colmo, el sol me deslumbraba, convirtiéndole en una sombra anónima.

Volví a bajar la vista; estaba aturdida y la postura, forzada a mirar hacia arriba, me mareaba aún más. Y malditas las ganas que tenía de hablar con nadie. Y más malditas aún las ganas de hablar de él.

Las personas no mueren de forma épica, no pueden dar discursos de despedida; es más, normalmente no pueden ni despedirse. Sólo están y, de repente, ya no están nunca más. Qué curioso que me lo hubiera dicho precisamente a mí, con mi pequeña colección de despedidas sin despedidas. A mí no tenía que contármelo, me lo sabía ya de memoria. Aunque eso no impedía que cada vez volviera a sentir rabia, una quemazón en la boca del estómago y un acceso repentino de ira que normalmente se diluía al notar el nudo en la garganta y empezar a llorar. Lloros por prescripción médica, para evitar un ataque de nervios, para evitar que el dolor me anulara, para agotar ahí las fuerzas y no caer en la tentación de golpear las paredes, ahogando la impotencia en un estallido de adrenalina... Y despertar, después de haber llorado, vacía y forrada con plomo en mi interior.

Hacía sol, tenía frío... la punta de la bota estaba bordada en barro y alguien quería saber por qué lloraba, por qué miraba sin mirar y qué hacía allí sentada en el escalón de un mausoleo horrible, del que salía un aire helado. Y me preguntaba lo más obvio. Preguntar por el muerto en su entierro, es tan inútil como hablar del tiempo en la parada del autobús.

Obviedades. Pero yo también había caído en lo obvio, a pesar de sus burlonas advertencias.

Volví a levantar la vista y -de nuevo, la luz del sol- mis ojos se llenaron de pequeñas moscas bailando alrededor de esa sombra, desperdigadas por el cielo azul, moscas que me hacían pensar en un microscopio trucado para hacerme reír con un baile de acelerados estreptococos.

-"No, no le conocía. Y tú, tampoco."

Daba igual con quien pudiera estar hablando porque, obviamente, yo tenía razón. Si le hubiéramos conocido, no habríamos estado allí.

2 comentarios:

Catuxa dijo...

Volveré. Un besín, guapa!

servidora dijo...

:-)

¡¡Eso espero!!