En un momento de inspiración hice un comentario en casa de Calcetines y M. me dijo que quería saber más cosas de mis amores perros. Pero, por extraño que parezca, siento que no puedo contar bien esas historias si no empiezo comentando un suceso que viví con mi abuelo. Y no, no es que mi abuelo tuviera perros y me contagiara su afición. Más bien al contrario: mi abuelo fue mi "cómplice" en mi mala relación con los perros y buena parte de mis primeros recuerdos sobre perros (funestos, como se verá) los tengo asociados a él.
En teoría, mi abuelo era un oficinista jubilado de Bazán. Pero, de verdad, mi abuelo era pintor. Paisajista. Mis recuerdos más claros sobre mi abuelo, los tengo desde que enviudó (mi abuela murió cuando yo tenía 7 años). Además de visitas breves a su casa por entre semana, nuestros días eran el sábado y el domingo, que era cuando venía a comer a casa. Y en cuanto acababa la comida, después de reposar un ratito, allá que nos íbamos andando él y yo; él buscando algún paisaje que le inspirara, yo buscando cualquier "tesoro" que encontrara por el camino.
Lo habitual era buscar por corredoiras, monte arriba hacia Sillobre o por el valle de Perlío o hacia Neda por el camino de la ribera. Cuando alguna casa con hórreo, algún huerto, un lavadero o un cruceiro llamaba su atención, abría su maletín -un par de lienzos sobre cartón en la tapa y los colores bajo la paleta-, escogía pinceles, mezclaba colores en la paleta, sacaba el carboncillo, hacía un bosquejo y empezaba a pintar el cuadro. Yo, mientras tanto, procuraba incordiarle todo lo posible y más, pegando gritos, pidiéndole que probara la merienda que acababa de hacerle (con hierbecillas varias, mezcladas con barro y un buen puñado de piedras) o protestando porque quería volver a casa a ver los chiripitifláuticos.
En esta idílica estampa nunca faltaban los perros. No hay mejor sitio para encontrar perros de todos los tamaños, razas y colores, que paseando por el campo en Galicia. En cada casa se encontrarán dos o tres, ladrando como posesos en cuanto te acercas... por no hablar de los que te encuentras por los caminos. Y yo les tenía muchísimo miedo. Pánico.
Mi abuelo procuraba quitármelo, haciéndome razonar. Pero, al final, optaba siempre por buscar un buen palo y me decía: "Tranquila, que si viene algún perro, al ver este palo, seguro que sale corriendo..." y yo me agarraba a su mano como si fuera acompañada del mismo San Jordi. En cuanto se producía algún "encuentro" peligroso, allá estaba él para ejercer de fiero caballero protegiéndome del ataque del dragón.
Un día mi abuelo cumplió una promesa que me había hecho y que yo le recordaba cada dos por tres, porque veía que no llegaba el día. Mi abuelo me había prometido llevarme en barco, y un buen día me dijo: "Hoy vamos a cruzar a Mugardos en la lancha". ¡La lancha de Mugardos! La verdad, no era la travesía del Titanic, aunque a mí me lo pareciera. Por situarnos, la lancha es parecida a la típica "golondrina". Y Mugardos está frente a Ferrol, a menos de dos kilómetros "a la otra banda" de la ría. Por carretera se tarda bastante más que en lancha, ya que hay que bordear y la ría es bastante más larga que ancha, así que fue un transporte bastante utilizado hace años. Hoy en día, como tantas otras cosas que no son rentables, se habla de hacerla desaparecer definitivamente.
Pues, lo dicho, allá fuímos a Mugardos. Hicimos el reconocimiento de terreno habitual, mi abuelo buscando inspiración y yo cotilleándolo todo. Mi abuelo encontró una bonita esquina que pintar en una plaza y se puso a ello. Yo, mientras tanto jugaba por allí. Debí de aburrirme más que de costumbre, porque empecé a ir de acá para allá... Y vi un perro durmiendo. No sé qué diantres me pasó por la cabeza, que no se me ocurrió otra cosa ¡a mí! que acariciarle la cabeza. Bueno, digamos que fue un intento: en cuanto me acerqué con idea de acariciarlo, levantó la cabeza de repente y me mordió en el brazo. ¡Pobre abuelo, creí que se iba a echar a llorar allí mismo! Se llevó tal disgusto que creo que yo ni lloré de la impresión de verlo así... entre los nervios de mi abuelo y de la dueña del perro, me quedé un poco sorprendida (¿por qué gritaban y se dolían más que yo, si me había mordido a mí?) hasta que empecé a ponerme nerviosa pensando en algo que sí que me daba pavor ¿qué diría mi madre?
Ya he dicho que mi abuelo era mi cómplice habitual: a la hora de merendar era aún más goloso que yo, cuando le pedía sus libros de láminas de Velázquez, Sorolla, Monet, Manet, Van Gogh,... me los dejaba sin pensar siquiera que podría estropeárselos... y si yo tenía miedo a los perros, él me defendía. Y si yo le tenía miedo a mi madre y no me atrevía a decirle: "Me he ido a acariciar a un perro y me ha mordido...", él se juramentaba conmigo y hacía triple promesa de no chivarse.
Y, bueno, por supuesto mi madre se enteró. En cuanto me pilló el brazo desnudo en la ducha, al ir a lavarme el pelo, como 4 días después del incidente. Y sí, a mí me riñó... pero ¡no fue nada comprado con la que le cayó encima a mi pobre abuelo!
Si recuerdo aquí este incidente es porque, curiosamente, ese día empecé a perderle el miedo a los perros. Casi como si hubiera caido en la cuenta de que un perro, como la mayor parte de las personas, lo único que quiere es que le dejen descansar al sol tranquilamente...
Pero no les empecé a entender de verdad hasta que no llegó Roni. Esa es otra historia y otro capítulo.
En teoría, mi abuelo era un oficinista jubilado de Bazán. Pero, de verdad, mi abuelo era pintor. Paisajista. Mis recuerdos más claros sobre mi abuelo, los tengo desde que enviudó (mi abuela murió cuando yo tenía 7 años). Además de visitas breves a su casa por entre semana, nuestros días eran el sábado y el domingo, que era cuando venía a comer a casa. Y en cuanto acababa la comida, después de reposar un ratito, allá que nos íbamos andando él y yo; él buscando algún paisaje que le inspirara, yo buscando cualquier "tesoro" que encontrara por el camino.
Lo habitual era buscar por corredoiras, monte arriba hacia Sillobre o por el valle de Perlío o hacia Neda por el camino de la ribera. Cuando alguna casa con hórreo, algún huerto, un lavadero o un cruceiro llamaba su atención, abría su maletín -un par de lienzos sobre cartón en la tapa y los colores bajo la paleta-, escogía pinceles, mezclaba colores en la paleta, sacaba el carboncillo, hacía un bosquejo y empezaba a pintar el cuadro. Yo, mientras tanto, procuraba incordiarle todo lo posible y más, pegando gritos, pidiéndole que probara la merienda que acababa de hacerle (con hierbecillas varias, mezcladas con barro y un buen puñado de piedras) o protestando porque quería volver a casa a ver los chiripitifláuticos.
En esta idílica estampa nunca faltaban los perros. No hay mejor sitio para encontrar perros de todos los tamaños, razas y colores, que paseando por el campo en Galicia. En cada casa se encontrarán dos o tres, ladrando como posesos en cuanto te acercas... por no hablar de los que te encuentras por los caminos. Y yo les tenía muchísimo miedo. Pánico.
Mi abuelo procuraba quitármelo, haciéndome razonar. Pero, al final, optaba siempre por buscar un buen palo y me decía: "Tranquila, que si viene algún perro, al ver este palo, seguro que sale corriendo..." y yo me agarraba a su mano como si fuera acompañada del mismo San Jordi. En cuanto se producía algún "encuentro" peligroso, allá estaba él para ejercer de fiero caballero protegiéndome del ataque del dragón.
Un día mi abuelo cumplió una promesa que me había hecho y que yo le recordaba cada dos por tres, porque veía que no llegaba el día. Mi abuelo me había prometido llevarme en barco, y un buen día me dijo: "Hoy vamos a cruzar a Mugardos en la lancha". ¡La lancha de Mugardos! La verdad, no era la travesía del Titanic, aunque a mí me lo pareciera. Por situarnos, la lancha es parecida a la típica "golondrina". Y Mugardos está frente a Ferrol, a menos de dos kilómetros "a la otra banda" de la ría. Por carretera se tarda bastante más que en lancha, ya que hay que bordear y la ría es bastante más larga que ancha, así que fue un transporte bastante utilizado hace años. Hoy en día, como tantas otras cosas que no son rentables, se habla de hacerla desaparecer definitivamente.
Pues, lo dicho, allá fuímos a Mugardos. Hicimos el reconocimiento de terreno habitual, mi abuelo buscando inspiración y yo cotilleándolo todo. Mi abuelo encontró una bonita esquina que pintar en una plaza y se puso a ello. Yo, mientras tanto jugaba por allí. Debí de aburrirme más que de costumbre, porque empecé a ir de acá para allá... Y vi un perro durmiendo. No sé qué diantres me pasó por la cabeza, que no se me ocurrió otra cosa ¡a mí! que acariciarle la cabeza. Bueno, digamos que fue un intento: en cuanto me acerqué con idea de acariciarlo, levantó la cabeza de repente y me mordió en el brazo. ¡Pobre abuelo, creí que se iba a echar a llorar allí mismo! Se llevó tal disgusto que creo que yo ni lloré de la impresión de verlo así... entre los nervios de mi abuelo y de la dueña del perro, me quedé un poco sorprendida (¿por qué gritaban y se dolían más que yo, si me había mordido a mí?) hasta que empecé a ponerme nerviosa pensando en algo que sí que me daba pavor ¿qué diría mi madre?
Ya he dicho que mi abuelo era mi cómplice habitual: a la hora de merendar era aún más goloso que yo, cuando le pedía sus libros de láminas de Velázquez, Sorolla, Monet, Manet, Van Gogh,... me los dejaba sin pensar siquiera que podría estropeárselos... y si yo tenía miedo a los perros, él me defendía. Y si yo le tenía miedo a mi madre y no me atrevía a decirle: "Me he ido a acariciar a un perro y me ha mordido...", él se juramentaba conmigo y hacía triple promesa de no chivarse.
Y, bueno, por supuesto mi madre se enteró. En cuanto me pilló el brazo desnudo en la ducha, al ir a lavarme el pelo, como 4 días después del incidente. Y sí, a mí me riñó... pero ¡no fue nada comprado con la que le cayó encima a mi pobre abuelo!
Si recuerdo aquí este incidente es porque, curiosamente, ese día empecé a perderle el miedo a los perros. Casi como si hubiera caido en la cuenta de que un perro, como la mayor parte de las personas, lo único que quiere es que le dejen descansar al sol tranquilamente...
Pero no les empecé a entender de verdad hasta que no llegó Roni. Esa es otra historia y otro capítulo.
3 comentarios:
Pues ya tardas en empezar a contarlo. ¡No puedes dejarme así!
me ha enternecido :_) voy a seguir leyendo los siguientes amores perros.
Muy buenos tus 4 amores! Son alegres:-), son tristes (snif), son..., en fin, como la vida misma. Eso los hace más hermosos: grazie!
Esperamos un 5º (¿y un 6º?), porfa!:-)
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