Lo que realmente tendría que haber abierto mis ojos fue el que mi prima estuviera despierta antes que yo. Era una mañana festiva, preludio del fin de semana sin llegar a ser puente; notaba voces y susurros que me llegaban sin estar consciente, entre el duermevela y el estar casi despierta, y, por fin, una luz se encendió y una voz me dijo: "Levántate, han llamado de tu casa."
Medio atontada aún por el sueño, apenas entendí algo sobre que mi padre estaba en el hospital y que nos íbamos en coche, mis tíos y yo, para Galicia. Hice la maleta en apenas un cuarto de hora (ahora que me acuerdo, mi prima me iba ayudando, dándome ideas sobre qué meter y cómo combinar la ropa) y antes de una hora ya estábamos en la carretera.
En honor a la verdad, volví a quedarme dormida. La noticia me había dejado perpleja, pero no había llegado a preocuparme todavía; no había entendido muy bien lo que me habían dicho ni por qué estaba papá en el hospital. Creo que dormí hasta llegar a Honrubia, en donde paramos a tomar un café. Aproveché para fumar un pitillo (en aquella época fumaba, y mucho) y para pedir que me repitieran más despacio las noticias que habían llegado de madrugada.
Por lo visto, había sufrido una trombosis y estaba mal, muy mal. La idea empezó a abrirse paso en mi cabeza y empezó a martillear. De repente, sentí la urgencia de estar allá y darle un abrazo. Recordé la última conversación por teléfono, casi un secreto entre ambos, ya que había cogido la costumbre de llamarme desde el trabajo y hablábamos los dos largo y tendido, aunque luego apenas sí me saludara cuando llamaba mamá desde casa el fin de semana. Además, esas llamadas tenían un punto de complicidad, él me contaba cosas que nunca me había contado antes y yo le confiaba cosas que ni loca le hubiera dicho a mamá. Teníamos que llegar ya, quería abrazarle y darle un gran beso. Quien sabe si esa iba a ser toda nuestra despedida, si íbamos a ser capaces de hablar. Un beso. Me conformaba con poder darle un beso.
Dejamos atrás Madrid, empezamos a cruzar Castilla -Castilla la Vieja, Castilla León, León sin Castilla... ¡qué risa cambiar el nombre de los sitios, ignorando a los dueños de su vida!- y empecé a subir el ritmo de los pitillos. Mi tía se giraba de vez en cuando y me echaba aquella mirada reprobatoria... Yo la ignoraba completamente; posiblemente, si me hubiera fijado, hubiera leído mejor en aquellas miradas.
Porque cuando, por fin, llegamos a Ferrol (no recuerdo absolutamente nada de las últimas horas de aquel viaje ¿volví a quedarme dormida?) paramos en casa de mi abuela y allí me enteré: mi padre había muerto el día anterior. Me habían engañado, así me sentía, y no me dijeron nada antes del viaje por protegerme. Me eché a llorar, de rabia, con mucha rabia por haberme dejado concebir ilusiones de que aún lo iba a encontrar vivo, de que iba a poder darle un abrazo... Era rabia, no dolor. Lo bueno, lo malo, era el cansacio y aquel ataque de rabia pasó pronto. Apenas cinco minutos y dejé de llorar. Y empecé a pedir por favor que me llevaran con mi madre.
Estaba en la Residencia, que era donde habían ingresado de urgencias a mi padre, donde había muerto y en donde le estaban velando. No pude decir mucho a mi madre. No lloré. Le abracé y le di muchos besos. Papá estaba amortajado, en una camilla tras un cristal. No miré mucho, no podía mirar. No he podido mirar nunca a través de esos cristales. El de mi padre fue quizá el primer cádaver que vi así. A abuelo lo velamos en casa y recuerdo que le di un beso y noté consternada que no era un beso correspondido. Nunca volví a estar tan cerca de un cadáver, nunca he vuelto a tocar otro. A papá casi ni le miré, pero es que aquel ya no era papá. Y, decididamente, necesitaba estar con alguien vivo. Y, decididamente, la que estaba allí viva y podía responder a mis besos y abrazos era mi madre.
Debían de ser las dos de la madrugada cuando llegué allí. Sobre las tres apareció mi hermano, que había estado arreglando papeles con alguno de mis tíos y estuvimos charlando sobre tonterías. Tampoco lo recuerdo. Me costaba permanecer quieta; entraba, charlaba un rato con mi madre, intentaba sustraer su mirada de aquel escaparate impúdico en el que habían colocado a mi padre, al cuerpo de mi padre. Le contaba anécdotas de aquellos tres primeros meses en la universidad, tan lejos, lo raro que lo notaba todo, y conseguía atraer su atención durante algunos instantes. Luego volvía a cerrarse, y yo la dejaba. Entonces, salía y fuera, en el exterior del hospital, nos íbamos encontrando los fumadores; casi todos hombres, compañeros de mi padre en el trabajo, o los compañeros de la coral. Las mujeres pasaban adentro, en una extraña separación de duelos. Yo saludaba a todo el mundo, agradeciéndoles que nos estuvieran acompañando. Puede que el recuerdo esté distorsionado, pero casi agradecía estar allí como de anfitriona absurda. Dentro no estaba cómoda y sólo la necesidad de estar junto a mamá me hacía entrar de vez en cuando.
De uno de esos momentos, vino el recuerdo feliz de aquella noche, al ver aparecer a una amiga de mamá de las de toda la vida. Al acercarme y saludarle, me dijo que se había enterado en el hospital, que estaba allí porque su hija acababa de tener una niña. Cuánto me consoló aquella idea, la idea de que la vida se renueva y que el hueco que dejaba mi padre pasaba a ser ocupado por una niña que venía a ocupar su propio lugar en el mundo... Era algo que tenía sentido y que me recordaba que la vida era un río y que todo debía fluir.
Se hizo la hora de tomar un desayuno desganado (¿por qué sabe tan ortopédica la comida de las cantinas de hospital?) y me fui a casa de mi hermano con mi cuñada, para ducharme. Ella había perdido a su padre hacía algunos años. Me preguntó que cómo estaba. Le respondí que me notaba rara, porque no notaba nada, en realidad. Ella se rió. "Lo sé, no te darás cuenta de lo que ha pasado hasta dentro de unos meses, cuando empieces a echar de menos su opinión, cuando te des cuenta de que nunca más va a estar ahí... "
Cuando regresamos al hospital, después de saludar a mi madre, volví al papel estúpido de anfitriona. Es curioso, cuando digo estúpido no lo hago con ánimo peyorativo: es que me sentía extraña, como actuando en una obra de teatro o haciendo algo como un autómata... hacía lo que se suponía que tenía que hacer, sin saber qué sentía en realidad. Tal y como lo recuerdo ahora, supongo que me puse a interpretar un papel. No sé dónde lo aprendí o por qué creí que aquel era el papel bueno. Por los comentarios oídos creo que, al menos, lo interpreté bien.
El entierro iba a ser a las cinco de la tarde. Mamá decidió no ir al cementerio y me fui para allá con mi hermano en el coche de la funeraria. Seguía con la misma máscara, pero se desmoronó en cuanto abrieron el nicho y empezaron a meter el ataúd en él. Comencé a llorar como si quisiera inundar el mundo; lloré todas las lágrimas que se habían acumulado detrás de quince horas de saludos, de apretar manos, de oír condolencias y de responder con agradecimientos, a veces sentidos, a veces huecos... Lloré, lloré, lloré, lloré, lloré, lloré, lloré, lloré, lloré... hasta sentir que se me iban a salir los ojos, hasta extrañarme porque no sabía de dónde salían tantas lágrimas... Lloré porque necesitaba todo aquel torrente, ncesitaba librarme de todas aquellas lágrimas, necesitaba vaciar todo aquel agua de la que apenas fui consciente en las horas anteriores, pero que se había ido apozando, como formando un pantano que tenía que vaciar para no ahogarme dentro. Lloré porque me sentía sola en medio de toda aquella gente, porque iban a poner el cemento tapando el nicho y papá quedaría allí dentro, porque no estaba mamá y no sabía a quién coger de la mano. Lloré porque no sabía que me esperaba a partir de allí, porque era mi vida la que notaba quebrada y no sabía qué iba a ser de mí, qué iba a ser de mi madre y, sobre todo, no me sentía con fuerzas para hacerme mayor de repente...
Lloré todas mis lágrimas en apenas quince minutos, con pena y con furia. Diez días después cumplí dieciocho años.
8 comentarios:
Nas Glo!
Dejando tanta lágrima de lado, espero pusieras una sonrisa cuando viste a Wall-e (que la viste, tat?), jejeje.
Poca cosa este verano, no tengo curro aún. Cuidate.
[†] Rockera Mutante [†]
Hola,reina!
Buf, eso pasó hace más de 25 años, corazón :-) Pero me levanté con la historia en los dedos y hasta que no la tecleé no me quedé tranquila, ya ves tú :-)
Y no te creas, que el Wall-E alguna lagrimilla provocó, el muy puñetero :-) Pero risas también, claro que sí :-D
Bueno que, ¿Stray Cats o no? Cuenta, cuenta :-P
Stray Cats !! jajajaja, este año fue que no. Ya tuve ración extra.doble la última vez que vinieron (que decían era la última) e hicimos doblete con Barna.Gijón.
Deben haber ametrallado mogollón con este nuevo reencuentro de los gatos callejeros para que insistas tanto, jejeje.
PD: Aunque sea una história que pasó hace tiempo lo relatas como si fuera ahorita mismo y lo haces con todo detalle, acordandote de muchas cosas (¡Qué memoria la tuya!)y encima, lo haces bien gringa!! xDD
[†] Rockera Mutante [†]
Me había quedado la duda de si había sido reciente :S
Siento mucho mucho lo ocurrido. Nadie es reemplazable.
Por cierto, también me gustan los Stray Cats.
Gracias, petita :-)
Me he pasado por tu casa y no me atreví a dejarte un comentario; me ha emocionado la historia de tu madre, pero no sabía bien qué decirte... volveré :-)
Realmente es increíble lo bien que escribes los acontecimientos de tu familia, y la increíble memoria que tienes. Yo no consigo acordarme de esos detalles, ni expresarlos tan bien, y la verdad es que te envidio. Un beso, tu primo
No dices quién eres pero, si me fío del chivato de las estadísticas, debes de ser Carlos :-)
Pues nada, bienvenido :-)
Has acertado. Ya me explicarás algún día cómo lo has hecho. Soy novato, y no sé qué eso de las estadísticas que dices. Hace algún tiempo que (muy esporádicamente, por desgracia no tengo mucho tiempo) visito este blog. Y disfruto, de verdad.
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