Estaba llorando. En días como aquel llegaba a pensar que morir es una forma de dejar de llorar. No sabía por qué había empezado. No podía decir qué era distinto desde ayer, si nada había cambiado. Lo que hoy le resultaba rutinario, ayer también había sido rutinario; la ilusión que hoy no había tenido, ayer tampoco había existido; la caricia que hoy no fue, ayer tampoco había sido y el beso que hoy no había dado, tampoco lo había dado ayer...
Siempre empezaba igual, una pequeña lágrima, a saber por qué: una noticia en el telediario, una música que le emocionaba, el recuerdo súbito de alguien ido, el miedo irracional a un hipotético accidente. Y le seguía otra y otra y otra... Tampoco era un llanto violento. Lloraba despacio, como si fuera orvallo.
Estuvo así un buen rato. Reunió fuerzas para engujar una par de lágrimas, las últimas -se prometió- se han escapado, y se vistió. Decidió salir de casa, necesitaba aire...
En la plaza apenas había nadie; los niños estaban en el colegio y no hacía suficiente sol para atraer a los abuelos. Abrió el libro y empezó a leer.
Pero sabía que iba a empezar a llorar otra vez; siguió con el libro abierto e hizo como si leyera. Eres invisible cuando no se te ve la cara. Eres invisible cuando no quieres que te miren. Nobody knows you when you are down and out...
Volvió a empezar. El nudo en la garganta era demasiado fuerte y llorar parecía ya la mejor opción, ¿por qué no rendirse?. Era invisible, nadie la veía, nadie se iba a enterar, nadie se iba a extrañar, nadie se iba a molestar. Esta vez, el llanto la calmó. O tal vez terminó de agotarle y confundió el cansancio con paz. Morir, al fin y al cabo, podía ser una forma de dejar de llorar...
No podría decir cuánto tiempo pasó, pero paró, por fin. Quizás se había secado. Decidió volver a casa, tal vez aún tendría tiempo de hacer algo útil. Podría hacer algo especial, sí, un bizcocho para la merienda de los niños.
Pero nada más poner el pie dentro de la casa, se ahogó, se le cayeron encima las cuatro paredes. Se dejó ir sin pensar: ni en por qué lo hacía, ni en qué estaba ocurriendo, ni por qué parecía empeñada en volverse loca. Simplemente volvió a llorar, despacio, mansamente... Sin pelear, ni cuestionarlo. Ocurría.
Ni siquiera había cerrado la puerta de casa. Allí se la encontró la vecina cuando iba a pedirle algo de leche. No le preguntó nada: la cogió de la mano, la sentó en el sofá y la dejó, todavía llorando. Buscó la cafetera, la llenó y volvió junto a ella mientras esperaba a que subiera el café. Empezó a comentarle tonterías, a decirle sin decírselo que sabía que necesitaba llorar pero que tenía que dejarlo. Que necesitaba salir de aquel muro y que le iba a ayudar a intentarlo. Simplemente, hablándole y escuchándole. Al final cedió, y respondió a los chismes. Primero con monsílabos, luego ya empezó a hilvanar frases. Siguieron charlando y, al cabo de una rato, se atrevieron a contar un chiste.
Se dibujó una sonrisa como se dibuja un rayo de sol rompiendo un día de orvallo.
Siempre empezaba igual, una pequeña lágrima, a saber por qué: una noticia en el telediario, una música que le emocionaba, el recuerdo súbito de alguien ido, el miedo irracional a un hipotético accidente. Y le seguía otra y otra y otra... Tampoco era un llanto violento. Lloraba despacio, como si fuera orvallo.
Estuvo así un buen rato. Reunió fuerzas para engujar una par de lágrimas, las últimas -se prometió- se han escapado, y se vistió. Decidió salir de casa, necesitaba aire...
En la plaza apenas había nadie; los niños estaban en el colegio y no hacía suficiente sol para atraer a los abuelos. Abrió el libro y empezó a leer.
Pero sabía que iba a empezar a llorar otra vez; siguió con el libro abierto e hizo como si leyera. Eres invisible cuando no se te ve la cara. Eres invisible cuando no quieres que te miren. Nobody knows you when you are down and out...
Volvió a empezar. El nudo en la garganta era demasiado fuerte y llorar parecía ya la mejor opción, ¿por qué no rendirse?. Era invisible, nadie la veía, nadie se iba a enterar, nadie se iba a extrañar, nadie se iba a molestar. Esta vez, el llanto la calmó. O tal vez terminó de agotarle y confundió el cansancio con paz. Morir, al fin y al cabo, podía ser una forma de dejar de llorar...
No podría decir cuánto tiempo pasó, pero paró, por fin. Quizás se había secado. Decidió volver a casa, tal vez aún tendría tiempo de hacer algo útil. Podría hacer algo especial, sí, un bizcocho para la merienda de los niños.
Pero nada más poner el pie dentro de la casa, se ahogó, se le cayeron encima las cuatro paredes. Se dejó ir sin pensar: ni en por qué lo hacía, ni en qué estaba ocurriendo, ni por qué parecía empeñada en volverse loca. Simplemente volvió a llorar, despacio, mansamente... Sin pelear, ni cuestionarlo. Ocurría.
Ni siquiera había cerrado la puerta de casa. Allí se la encontró la vecina cuando iba a pedirle algo de leche. No le preguntó nada: la cogió de la mano, la sentó en el sofá y la dejó, todavía llorando. Buscó la cafetera, la llenó y volvió junto a ella mientras esperaba a que subiera el café. Empezó a comentarle tonterías, a decirle sin decírselo que sabía que necesitaba llorar pero que tenía que dejarlo. Que necesitaba salir de aquel muro y que le iba a ayudar a intentarlo. Simplemente, hablándole y escuchándole. Al final cedió, y respondió a los chismes. Primero con monsílabos, luego ya empezó a hilvanar frases. Siguieron charlando y, al cabo de una rato, se atrevieron a contar un chiste.
Se dibujó una sonrisa como se dibuja un rayo de sol rompiendo un día de orvallo.
3 comentarios:
jus, por qué escribes tan mono? :)
El nudo en la garganta y la mueca que hacemos justo antes de empezar a llorar, de lo que más detesto en este mundo.
...mira que si me apellido Icaza y yo sin saberlo ;-)
:-P
jajajajajajajaja
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