Yo era mayor y más grande que él. De hecho, casi era más grande que su padre. Sin embargo, yo tenía ocho años y había muchas cosas que una niña de ocho años tenía prohibidas. Una de ellas, cuestionar la actuación de un adulto. Incluso una como aquella. Nos educaban así: siempre que un adulto nos castigaba era porque nos lo merecíamos. Y siempre era por nuestro bien.
Pero aquella bofetada quedó flotando en el aire mucho tiempo. Su padre había salido ya de la cocina y yo veía caer las lágrimas de mi primo, que se había quedado con las gafas torcidas y una mueca de dolor dibujada, callado muy callado. Yo también estaba callada y, en el silencio que reinaba, aún podía oír el estallido, no sé si del golpe de la mano contra la cara o si de la rabia contenida... rabia de cobarde, cobarde por no atreverme a decir lo que pensaba, cobarde por no atreverme a protestar porque a los mayores no se les podía recriminar sus arbitrariedades.
Y allí estaba yo, con los palillos del xilófono en la mano, sin atreverme a mirarle directamente. Seguía llorando y lo único que se me ocurrió fue intentar demostrarle que era alguien importante, que me había aprendido aquellas notas que acaba de enseñarme, mientras escuchaba asombrada la melodía que arrancaba del xilófono sin saber cómo. Él, que era más pequeño y mucho más bajito que yo, tenía un poder que a mí siempre se me ha negado; no sabía música, pero la música vivía dentro de él. La música estaba a gusto con él y él con la música... formaban una extraña pareja, un niño tocando canciones que nadie le enseñaba, en instrumentos que nadie le enseñaba a tocar.
Y sin ritmo y dudando, recordé todas y cada una de las notas que él me repetía unos minutos antes. Nunca nadie habrá recibido un homenaje tan torpe...
... y han pasado tantos años, y sigo sin poder olvidar aquella tarde en aquella cocina. Sigue doliéndome aquella bofetada, como tantas más que le habían de pegar. Sigue doliéndome el que nunca le dejaran expresarse, el que nunca le pidieran su opinión.
No me vio en Navidades. Nos cruzamos por la calle. Iba con la mirada perdida, caminando solo bajo la lluvia -un adulto a la fuerza al que robaron su alma siendo niño-, y me quedé mirando, sin llamarle, porque aún no se me ha ocurrido qué decirle para consolarle de aquella bofetada. Y tampoco puedo olvidar que me regaló parte de su música, de esa música que ha ido perdiendo a medida que iban minando su espíritu...
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